El Príncipe

DEDICATORIA A LORENZO EL MAGNÍFICO, HIJO DE PEDRO DE MÉDICIS

Los que desean alcanzar la gracia y favor de un príncipe acostumbran a ofrendarle aquellas cosas que se reputan por más de su agrado, o en cuya posesión se sabe que él encuentra su mayor gusto. Así, unos regalan caballos; otros, armas; quiénes, telas de oro; cuáles, piedras preciosas u otros objetos dignos de su grandeza. Por mi parte, queriendo presentar a Vuestra Magnificencia alguna ofrenda o regalo que pudiera demostraros mi rendido acatamiento, no he hallado, entre las cosas que poseo, ninguna que me sea más cara, ni que tenga en más, que mi conocimiento de los mayores y mejores gobernantes que han existido. Tal conocimiento sólo lo he adquirido gracias a una dilatada experiencia de las horrendas vicisitudes políticas de nuestra edad, y merced a una continuada lectura de las antiguas historias. Y luego de haber examinado durante mucho tiempo las acciones de aquellos hombres, y meditándolas con seria atención, encerré el resultado de tan profunda y penosa tarea en un reducido volumen, que os remito.

Aunque estimo mi obra indigna de Vuestra Magnificencia, abrigo, no obstante, la confianza de que bondadosamente la honraréis con una favorable acogida, si consideráis que no me era posible haceros un presente más precioso que el de un libro con el que os será fácil comprender en pocas horas lo que a mi no me ha sido dable comprender sino al cabo de muchos años, con suma fatiga y con grandísimos peligros. No por ello he llenado mi exposición razonada de aquellas prolijas glosas con que se hace ostentación de ciencia, ni la he envuelto en hinchada prosa, ni he recurrido a los demás atractivos con que muchos autores gustan de engalanar lo que han de decir, porque he querido que no haya en ella otra pompa y otro adorno que la verdad de las cosas y la importancia de la materia. Desearía, sin embargo, que no se considerara como presunción reprensible en un hombre de condición inferior, y aun baja, si se quiere, la audacia de discurrir sobre la gobernación de los príncipes y aspirar a darles reglas. Los pintores que van a dibujar un paisaje deben estar en las montañas, para que los valles se descubran a sus miradas de un modo claro, distinto, completo y perfecto. Pero también ocurre que únicamente desde el fondo de los valles pueden ver las montañas bien y en toda su extensión. En la política sucede algo semejante. Si, para conocer la naturaleza de las naciones, se requiere ser príncipe, para conocer la de los principados conviene vivir entre el pueblo. Reciba, pues, Vuestra Magnificencia mi modesta dádiva con la misma intención con que yo os la ofrezco. Si os dignáis leer esta producción y meditarla con cuidado reconoceréis en ella el propósito de veros llegar a aquella elevación que vuestro destino y vuestras eminentes dotes os permiten. Y si después os dignáis, desde la altura majestuosa en que os halláis colocado, bajar vuestros ojos a la humillación en que me encuentro, comprenderéis toda la injusticia de los rigores extremados que la malignidad de la fortuna me hace experimentar sin interrupción.

CAPÍTULO I

DE LAS VARIAS CLASES DE PRINCIPADOS Y DEL MODO DE ADQUIRIRLOS

Cuantos Estados y cuantas dominaciones ejercieron y ejercen todavía una autoridad soberana sobre los hombres, fueron y son principados o repúblicas. Los principados se dividen en hereditarios y nuevos. Los hereditarios, en quien los disfruta, provienen de su familia, que por mucho tiempo los poseyó. Los nuevos se adquieren de dos modos: o surgen como tales en un todo, como el de Milán para Francisco Sforcia, que, generalísimo primero de los ejércitos de la república milanesa, fue proclamado más tarde príncipe y duque de los dominios milaneses; o aparecen como miembros añadidos al Estado ya hereditario del príncipe que los adquiere, y tal es el reino de Nápoles para el monarca de España, el cual lo conserva desde el año 1442, en que Alfonso V, rey de Aragón, se hizo proclamar rey de aquel país. Estos Estados nuevos ofrecen a su vez una subdivisión, porque: o están habituados a vivir bajo un príncipe, o están habituados a ser libres; o el príncipe que los adquirió lo hizo con armas ajenas, o lo hizo con las suyas propias; o se los proporcionó la suerte, o se los proporcionó su valor.

CAPÍTULO II

DE LOS PRINCIPADOS HEREDITARIOS

Pasaré aquí en silencio las repúblicas, a causa de que he discurrido ya largamente sobre ellas en mis discursos acerca de la primera década de Tito Livio, y no dirigiré mi atención más que sobre el principado. Y, refiriéndome a las distinciones que acabo de establecer, y examinando la manera con que es posible gobernar y conservar los principados, empezaré por decir que en los Estados hereditarios, que están acostumbrados a ver reinar la familia de su príncipe, hay menos dificultad en conservarlos que cuando son nuevos. El príncipe entonces no necesita más que no traspasar el orden seguido por sus mayores, y contemporizar con los acontecimientos, después de lo cual le basta usar de la más socorrida industria, para conservarse siempre a menos que surja una fuerza extraordinaria y llevada al exceso, que venga a privarle de su Estado. Pero, aun perdiéndolo, lo recuperará, si se lo propone, por muy poderoso y hábil que sea el usurpador que se haya apoderado de él. Ejemplo de ello nos ofreció, en Italia, el duque de Ferrara, a quien no pudieron arruinar los ataques de los venecianos, en 1484, ni los del papa Julio, en 1510, por motivo único de que su familia se hallaba establecida en aquella soberanía, de padres a hijos, hacía ya mucho tiempo. Y es que el príncipe, por no tener causas ni necesidades de ofender a sus gobernados, es amado natural y razonablemente por éstos, a menos de poseer vicios irritantes que le tornen aborrecible. La antigüedad y la continuidad del reinado de su dinastía hicieron olvidar los vestigios y las razones de las mudanzas que le instalaron, lo cual es tanto más útil cuanto que una mudanza deja siempre una piedra angular para provocar otras.

CAPÍTULO III

DE LOS PRINCIPADOS MIXTOS

Se hallan grandes dificultades en esta clase de régimen político, muy principalmente cuando el principado no es enteramente nuevo, sino miembro añadido a un principado antiguo que se posee de antemano. Por tal reunión se le llama principado mixto, cuyas incertidumbres dimanan de una dificultad, que es conforme con la naturaleza de todos los principados nuevos, y que consiste en que los hombres, aficionados a mudar de señor, con la loca y errada esperanza de mejorar su suerte, se arman contra el que les gobernaba y ponen en su puesto a otro, no tardando en convencerse, por la experiencia, de que su condición ha empeorado. Ello proviene de la necesidad natural en que el nuevo príncipe se encuentra de ofender a sus nuevos súbditos, ya con tropas, ya con una infinidad de otros procedimientos molestos, que el acto de su nueva adquisición llevaba consigo. De aquí que el nuevo príncipe tenga por enemigos a cuantos ha ofendido al ocupar el principado, y que no pueda conservar por amigos a los que le colocaron en él, a causa de no serle posible satisfacer su ambición en la medida en que ellos se habían lisonjeado, ni emplear medios rigurosos para reprimirlos, en atención a las obligaciones que le hicieron contraer con respecto a si mismo. Por muy fuertes que sean los ejércitos del príncipe, éste necesita siempre el favor de una parte, al menos, de los habitantes de la provincia, para entrar en ella. He aquí por qué Luis XII, después de haber ocupado a Milán con facilidad, lo perdió inmediatamente. Y, para quitárselo aquella primera vez, bastaron las tropas de Ludovico, porque los milaneses, que habían abierto sus puertas al rey, vieron defraudada la confianza que pusieran en los favores de su Gobierno, así como las esperanzas que habían concebido para lo futuro, y no podían soportar ya la contrariedad de poseer un nuevo príncipe. Cierto que, al recuperar por segunda vez Luis XII los países que se le habían rebelado, no se los dejo arrebatar tan fácilmente. Prevaliéndose de la sublevación anterior, se mostró menos reservado y menos tímido en los medios de consolidarse, pues castigó a los culpables, desenmascaró a los sospechosos y fortaleció las partes mas débiles de su anterior Gobierno. Si, para que la primera vez perdiese a Milán el rey de Francia, se requirió solamente la tremenda aparición del duque Ludovico en los confines del Milanesado, para que la perdiese por segunda vez se necesitó que se armasen todos contra él y que sus ejércitos fuesen destruidos o arrojados de Italia. Sin embargo, perdió a Milán ambas veces, y si conocemos las causas de la primera pérdida, réstanos conocer las de la segunda y considerar los medios de que disponía y de que podría disponer otro cualquiera en su mismo caso para mantenerse en su conquista mejor que lo hizo.

Comenzaré estableciendo una distinción. O dichos Estados nuevamente adquiridos se reúnen con un Estado ocupado hace mucho tiempo por el que los ha logrado, siendo unos y otro de la misma provincia, y hablando la misma lengua, o no sucede así. Cuando son de la primera especie, hay suma facilidad en conservarlos, especialmente si no están habituados a vivir libres en república. Para poseerlos con seguridad basta haber extinguido la descendencia del príncipe que reinaba en ellos, porque, en lo demás, respetando sus antiguos estatutos, y siendo allí las costumbres iguales a las del pueblo a que se juntan, permanecen sosegados, como lo estuvieron Normandía, Bretaña, Borgoña y Gascuña, que fueron anexadas a Francia hace mucho tiempo. Aunque existan algunas diferencias de lenguaje, las costumbres se asemejan, y esas diversas provincias viven en buena armonía. En cuanto al que hace tales adquisiciones, si ha de conservarlas, necesita dos cosas: la primera, que se extinga el linaje del príncipe que poseía dichos Estados; y la segunda, que el príncipe nuevo no altere sus leyes, ni aumente los impuestos. Con ello, en tiempo brevísimo, los nuevos Estados pasarán a formar un solo cuerpo con el antiguo suyo.

Pero cuando se adquieren algunos Estados que se diferencian del propio en lengua, costumbres y constitución, las dificultades se acumulan, y es menester mucha sagacidad y particular favor del cielo para conservarlos. Uno de los mejores y más eficaces medios a este propósito será que el príncipe vaya a residir en ellos, como lo hizo el sultán de Turquía con respecto a Grecia. A pesar de los otros medios de que se valió para conservarla, no habría logrado su fin, si no hubiera ido a establecer allí su residencia. Y es que, residiendo en su nuevo Estado, aunque se produzcan en él desórdenes, puede muy prontamente reprimirlos, mientras que, si reside en otra parte, aun no siendo los desórdenes de gravedad, tienen difícil remedio. Además, dada su permanencia, no es despojada la provincia por la codicia de sus empleados, y los súbditos se alegran más de recurrir a un príncipe que está al lado suyo que no a uno que está distante, porque encuentran más ocasiones de tomarle amor, si quieren ser buenos, y temor, si quieren ser malos. Por otra parte, el extranjero que apeteciese atacar a dicho Estado tropezaría con más dificultades para atreverse a ello. Por donde, residiendo en él el príncipe, no lo perderá sin que su rival experimente grandes obstáculos al pretender arrebatárselo.

Después del precedente, el mejor medio consiste en enviar algunas colonias a uno o dos parajes, que sean como la llave del nuevo Estado, a falta de lo cual habría que tener allí mucha caballería e infantería. Formando el príncipe semejantes colonias, no se empeña en dispendios exagerados, porque aun sin hacerlos o con dispendios exiguos, las mantiene en los contérminos del territorio. Con ello no ofende más que a aquellos de cuyos campos y de cuyas cosas se apodera, para dárselo a los nuevos moradores, que no componen en fin de cuentas más que una cortísima parte del nuevo Estado, y quedando dispersos y pobres aquellos a quienes ha ofendido, no pueden perjudicarle nunca. Todos los demás que no han recibido ninguna ofensa en sus personas y en sus bienes, se apaciguan con facilidad, y quedan temerosamente atentos a no incurrir en faltas, a fin de no verse despojados como los otros. De lo que se infiere que esas colonias, que no cuestan nada o casi nada, son más fieles y perjudican menos, a causa de la dispersión y de la pobreza de los ofendidos. Porque debe notarse que los hombres quieren ser agraciados o reprimidos, y que no se vengan de las ofensas, cuando son ligeras; pero que se ven incapacitados para hacerlo, cuando son graves. Así pues, la ofensa que se les infiera ha de ser tal que les inhabilite para vengarse.

Si, en vez de colonias, se tienen tropas en los nuevos Estados, se expende mucho, ya que es menester consumir, para mantenerlas, cuantas rentas se sacan de dichos Estados. La adquisición suya que se ha hecho se convierte entonces en pérdida, ya que se perjudica a todo el país con los ejércitos que hay que alojar en las casas particulares. Los habitantes experimentan la incomodidad consiguiente, y se convierten en perjudiciales enemigos, aun permaneciendo sojuzgados dentro de sus casas. De modo que ese medio de guardar un Estado es en todos respectos, tan inútil cuanto el de las colonias es útil.

El príncipe que adquiere una provincia, cuyo idioma y cuyas costumbres no son los de su Estado principal, debe hacerse allí también el jefe y el protector de los príncipes vecinos que sean menos poderosos, e ingeniarse para debilitar a los de mayor poderío. Debe, además, hacer de manera que no entre en su nueva provincia un extranjero tan poderoso como él, para evitar que no llamen a ese extranjero los que se hallen descontentos de su mucha ambición. Por tal motivo introdujeron los etolios a los romanos en Grecia y demás provincias en que éstos entraron, llamados por los propios habitantes. El orden común de las cosas es que, no bien un extranjero poderoso entra en un país, todos los príncipes que allí son menos poderosos se le unen, por efecto de la envidia que concibieran contra el que les sobrepujaba en poderío, y a los que éste ha despojado. En cuanto a esos príncipes menos poderosos, no cuesta mucho trabajo ganarlos, puesto que todos juntos gustosamente formarán cuerpo con el Estado que él conquistó. La única precaución que ha de tomar es la de impedir que adquieran fuerza y autoridad en demasía. El príncipe nuevo, con el favor de ellos y con la ayuda de sus armas, podrá abatir fácilmente a los que son, poderosos, a fin de continuar siendo en todo el árbitro. El que, por lo que a esto toca, no gobierne hábilmente, muy pronto perderá todo lo adquirido, y aun mientras conserve el poder tropezará con multitud de dificultades y de obstáculos.

Los romanos adoptaron siempre todas esas prevenciones en las provincias de que se hicieron dueños. Enviaron allá colonias; tuvieron a raya a los príncipes de las inmediaciones menos poderosos que ellos, sin aumentar su fuerza; debilitaron a los que poseían tanta como ellos mismos; no permitieron en fin, que las potencias extranjeras adquirieran allí consideración ninguna. Como ejemplo de ello me bastará citar a Grecia, donde conservaron a los etolios y a los acayos, humillaron el reino de Macedonia y expulsaron a Antíoco. El mérito que los etolios y los acayos contrajeron en el concepto de los romanos no fue suficiente para que éstos les consintiesen engrandecer ninguno de sus Estados. Nunca los redujeron los discursos de Filipo hasta el grado de tratarle como amigo, sin abatirle, ni nunca el poder de Antíoco los llevó a tolerar que tuviera, en aquel país, ningún Estado. Los romanos hicieron en aquellas circunstancias lo que todos los príncipes cuerdos deben hacer cuando toman en consideración, no sólo los perjuicios presentes, sino más bien los futuros, y cuando quieren remediarlos con destreza. Sólo precaviéndolos de antemano es posible conseguirlo. Si se espera a que sobrevengan, ya no es tiempo de remediarlo, porque la enfermedad se ha vuelto incurable. En este respecto, ocurre lo que los médicos dicen de la tisis, que en los comienzos es fácil de curar y difícil de conocer, pero que más tarde si no la discernieron en su principio, ni la aplicaron remedio alguno; es fácil de conocer y difícil de curar. Con las cosas del Estado sucede lo mismo. Si se conocen anticipadamente los males que pueden después manifestarse, lo que no concede el cielo más que a un hombre sabio y bien prevenido, quedan curados muy pronto. Pero cuando, por no haberlos conocido, se les deja tomar un incremento tal que llega a noticia de todo el mundo, no hay ya arbitrio que los remedie. Por eso, previendo los romanos de lejos los inconvenientes, les aplicaron siempre el remedio en su origen, y el temor de una guerra jamás les indujo a dejarles seguir su curso. Sabían que la guerra no se evita, y que el diferirla redunda en provecho ajeno. Al decidirse a hacerla contra Filipo y contra Antíoco en Grecia, fue para no tener que hacérsela en Italia. Fácil les hubiera sido evitar a uno y a otro, pero no lo quisieron ni les agradó el torpe consejo de gozar de los beneficios del tiempo, que no se les cae nunca de la boca a los sabios de nuestra edad. Les acomodó más el consejo que su prudencia y su valor les sugería, conviene a saber: que el tiempo, que echa abajo cuanto subsiste, puede acarrear tanto bien como mal, pero igualmente tanto mal como bien.

Volvamos a Francia y examinemos si hizo ninguna de esas cosas. Hablaré, no de Carlos VIII, sino de Luis XII como de aquel cuyas operaciones se conocieron mejor, puesto que conservó más tiempo sus posesiones de Italia, y veremos que hizo lo contrario de lo que debió hacer para retener un Estado de diferente idioma y de diferentes costumbres. Luis XII fue atraído a Italia por la ambición de los venecianos que querían, con su ayuda, ganar la mitad del Estado de Lombardía. No intento afear este paso del rey francés, ni su resolución sobre el particular, puesto que apenas puso el pie en Italia, donde carecía de amigos, y donde encontró cerradas todas las puertas a causa de los estragos que allí hiciera Carlos VIII, se vio forzado a respetar a los únicos aliados que en el país tenía, y su plan habría sido acertado si no hubiera cometido falta alguna en las demás operaciones. Tan pronto como conquistó a Lombardía volvió a ganar en Italia la consideración que Carlos VIII había hecho perder en ella a las armas francesas. Génova cedió, se hicieron amigos suyos los florentinos y el marqués de Mantua, el duque de Ferrara, el príncipe de Bolonia, el señor de Forli, los de Pésaro, Rimini, Camerino, Piombino, los luqueses, los pisanos, los sieneses, todos, en suma, salieron a recibirle, para solicitar su amistad. Los venecianos hubieran debido reconocer entonces la imprudencia de la decisión que habían tomado, únicamente para adquirir los territorios de Lombardía y para hacer al rey francés dueño de los dos tercios de Italia. Compréndase ahora la facilidad con que Luis XII, de haber seguido las reglas que acabo de formular, hubiese conservado su reputación en nuestra península, y asegurándose cuantos amigos había hecho en su territorio. Siendo éstos numerosos, aunque débiles, y temiendo unos al Papa y otros a los venecianos se hallaban en la precisión de permanecer adictos al rey francés a quien, por medio de ellos, le era posible contener sin dificultad a lo que quedaba de más poderoso en el resto de Italia. Pero no bien llegó Luis XII a Milán, obró de un modo contrario, supuesto que ayudó al papa Alejandro VI a apoderarse de la Romaña, sin echar de ver que con semejante determinación se hacía débil, por una parte, desviando de sí a sus amigos, y a los que habían ido a ponerse bajo su protección, y que, por otra parte, extendía el poder de Roma, agregando tan vasta dominación temporal a la dominación espiritual, que le daba ya tanta autoridad. Esta primera falta le obligó a cometer otras pues, para poner término a la ambición de Alejandro VI e impedirle adueñarse de la Toscana, hubo de volver al Norte. No le bastó haber dilatado los dominios del Papa, y desviado de sí a sus propios amigos, sino que el deseo de poseer el reino de Nápoles le indujo a repartírselo con el rey de España. Así, en los momentos en que era el primer árbitro de Italia, se buscó en ella un asociado, al que cuantos se hallaban descontentos con él debían, naturalmente, recurrir, y cuando podía haber dejado en aquel reino a un monarca que no era más que pensionado suyo, le echó a un lado para poner a otro, capaz de arrojarle a él mismo. En verdad, el deseo de adquirir es cosa ordinaria y lógica. Los hombres que adquieren cuando pueden hacerlo serán alabados y nadie los censurará. Pero cuando no pueden, ni quieren hacerlo como conviene, serán tachados de error y todos les vituperarán. Si Francia podía atacar con sus fuerzas a Nápoles, debió hacerlo. Si no podía, no debió dividir aquel reino. Si el reparto que hizo de Lombardía con los venecianos es digno de disculpa a causa de que el rey francés halló en ello un medio de poner el pie en Italia, la empresa sobre Nápoles merece condenarse, puesto que no había motivo alguno de necesidad, que pudiera excusarla. Luis XII, pues, cometió cinco faltas, dado que destruyó las reducidas potencias de Italia; aumentó la dominación de un príncipe ya poderoso, introdujo a un extranjero que lo era mucho, no residió allí él mismo, y no estableció colonias. Estas faltas, sin embargo, no le hubieran perjudicado en vida, si no hubiese cometido una sexta: la de ir a despojar a los venecianos. Era cosa muy razonable, y hasta necesaria, abatirlos, aunque él no hubiera dilatado los dominios de la Iglesia, ni introducido a España en Italia. Pero no debió consentir su ruina, ya que siendo por sí mismo poderoso, hubiera tenido distantes siempre a los otros de toda empresa sobre Lombardía, ya porque los venecianos no le hubieran tolerado, sin ser ellos mismos los dueños, ya porque los otros no hubieran querido quitársela a Francia para dársela a ellos, o porque hubiera carecido de audacia para atacar a ambas potencias a la vez. Si alguien arguyera que Luis XII cedió la Romaña al Papa y el reino de Nápoles al monarca español, para evitar una guerra, le contestaría con las razones ya apuntadas, conviene a saber: que no debemos dejar nacer un desorden para evitar una guerra, pues acabamos no evitándola, y sólo la diferimos, lo que redunda a la postre en perjuicio nuestro. Y si algún otro alegara la promesa que el rey francés había hecho al Papa de ejecutar en favor suyo la empresa, para obtener la disolución de su matrimonio con Juana, su esposa, y el capelo cardenalicio para el arzobispo de Ruán, replicaré a la objeción con las explicaciones que daré más tarde sobre la fe de los príncipes y el modo como deben guardarla. Si Luis XII perdió la Lombardía, fue por no hacer lo que hicieron cuantos tomaron provincias y quisieron conservarlas. No hay en ello milagro, sino una cosa natural y común. Hablé en Nantes con el cardenal de Ruán, cuando el duque de Valentinois, al que llamaban vulgarmente César Borgia, hijo de Alejandro VI, ocupaba la Romaña, y habiéndome dicho el cardenal que los italianos no entendían nada de cosas de guerra, le respondí que los franceses no entendían nada de cosas de Estado, puesto que de otro modo no hubieran dejado tomar al Papa tamaño incremento de dominación temporal. Se vio por experiencia que la que el Papa y España adquirieron en Italia les vino de Francia, y que la ruina de Francia en Italia dimanó del Papa y de España. De lo cual podemos deducir una regla general que no engaña nunca, o que, al menos, no extravía sino raras veces, y es que el que ayuda a otro a hacerse poderoso provoca su propia ruina. Él es quien le hace tal con su fuerza o con su industria y estos dos medios de que se ha manifestado provisto le resultan muy sospechosos al príncipe que, por ministerio de ellos, se tornó más poderoso.

CAPÍTULO IV

POR QUÉ, OCUPADO EL REINO DE DARÍO POR ALEJANDRO, NO SE REBELÓ CONTRA SUS SUCESORES DESPUÉS DE SU MUERTE

Considerando las dificultades que se ofrecen para conservar un Estado recientemente adquirido, podría preguntarse con asombro cómo sucedió que hecho Alejandro Magno dueño de Egipto y del Asia Menor en un corto número de años, y habiendo muerto a poco de haber conquistado esos territorios sus sucesores, en unas circunstancias en que parecía natural que todo aquel Estado se rebelase, lo conservaron, sin embargo, y no hallaron al respecto más obstáculo que el que su ambición individual ocasionó entre ellos. He aquí mi respuesta al propósito. De dos modos son gobernados los principados conocidos. El primero consiste en serlo por su príncipe asistido de otros individuos que, permaneciendo siempre como súbditos humildes al lado suyo, son admitidos, por gracia o por concesión, en clase de servidores, solamente para ayudarle a gobernar. El segundo modo como se gobierna se compone de un príncipe, asistido de barones, que encuentran su puesto en el Estado, no por la gracia o por la concesión del soberano, sino por la antigüedad de su familia. Estos mismos barones poseen Estados y súbditos que los reconocen por señores suyos, y les consagran espontáneamente su afecto. Y, en los primeros de estos Estados en que gobierna el mismo príncipe con algunos ministros esclavos, tiene más autoridad, porque en su provincia no hay nadie que reconozca a otro más que a él por superior y si se obedece a otro, no es por un particular afecto a su persona, sino solamente por ser ministro y empleado del monarca.

Los ejemplos de estas dos especies de Gobiernos son, en nuestros días, el del sultán de Turquía y el del rey de Francia. Toda la monarquía del sultán de Turquía está gobernada por un señor único, cuyos adjuntos no son más que criados suyos, y él, dividiendo en provincias su reino envía a él los diversos administradores, a los cuales coloca y muda en su nuevo puesto a su antojo. Pero el rey de Francia se halla en medio de un sinnúmero de personajes, ilustres por la antigüedad de su familia, señores ellos mismos de sus respectivos Estados, reconocidos como tales por sus particulares súbditos, quienes, por otra parte, les profesan afecto, y que están investidos de preeminencias personales que el monarca no puede quitarles sin peligrar él mismo. Así, cualquiera que considere atentamente ambas clases de Estados, comprenderá que existe dificultad suma en conquistar el del sultán de Turquía, pero que, si uno le hubiere conquistado, lo conservará con suma facilidad. Las razones de las dificultades para ocuparlo son que el conquistador no puede ser llamado allí de las provincias de aquel Imperio, ni esperar ser ayudado en la empresa por la rebelión de los que el soberano conserva a su lado, lo cual dimana de las observaciones expuestas más arriba. Siendo todos esclavos suyos y estándole reconocidos por sus favores, no es posible corromperlos tan fácilmente, y aunque esto se lograra, la utilidad no sería mucha mientras el soberano contase con el apoyo del pueblo. Conviene, pues, que el que ataque al sultán de Turquía reflexione que va a hallarle unido al pueblo, y que habrá de contar más con sus propias fuerzas que con los desórdenes que se manifestasen en el Imperio en su favor. Pero después de haberle vencido, derrotando en una campaña sus ejércitos de modo que a él no le sea dable rehacerlos, no habrá que temer ya más que a la familia del príncipe. Si el conquistador la destruye, el temor desaparecerá por completo, pues los otros no gozan del mismo valimiento entre las masas populares. Si antes del triunfo, el conquistador no contaba con ninguno de ellos en cambio, no debe tenerles miedo alguno, después de haber vencido.

Empero, sucederá lo contrario con reinados gobernados como el de Francia. En él se puede entrar con facilidad, ganando a algún barón, porque nunca faltan nobles de genio descontento y amigos de mudanzas, que abran al conquistador camino para la posesión de aquel Estado y que le faciliten la victoria. Mas, cuando se trate de conservarse en él, la victoria misma le dará a conocer infinitas dificultades, tanto de parte de los que le auxiliaron como de parte de los que oprimió. No le bastará haber extinguido la familia del príncipe, porque quedarán siempre allí varios señores que se harán cabezas de partido para nuevas mudanzas, y, como no podrá contentarlos a satisfacción de ellos, ni destruirlos enteramente, perderá el nuevo reino tan pronto se presente la ocasión oportuna.

Si consideramos ahora qué género de gobierno era el de Darío, le encontraremos semejante al del sultán de Turquía. Le fue necesario primeramente a Alejandro asaltarlo en su totalidad y ganar la campaña en toda la línea. Después de este triunfo murió Darío, quedando el Estado en poder del conquistador de una manera segura, por las causas que llevo apuntadas; y si los sucesores de Alejandro hubieran continuado unidos, habrían podido gozar de él sin la menor dificultad, puesto que no sobrevino otra disensión que la que ellos mismos suscitaron. En cuanto a los Estados constituidos como el de Francia, es imposible poseerlos tan sosegadamente. Por esto hubo, tanto en Francia como en España, frecuentes rebeliones semejantes a las que los romanos experimentaron en Grecia a causa de los numerosos principados que había allí. Mientras subsistió en el país su memoria, su posesión fue, para los romanos, muy incierta. Pero tan pronto dejó de pensarse en ello, se hicieron poseedores seguros, gracias a la estabilidad de su imperial dominio. Cuando los romanos pelearon en Grecia, unos contra otros, cada uno de ambos partidos pudo atraerse la posesión de aquellas provincias, según la autoridad que en ellas había tomado, porque, habiéndose extinguido la familia de sus antiguos dominadores, dichas provincias reconocían ya por únicos a los dominadores nuevos. Si, pues, se presta atención a todas estas particularidades, no causará extrañeza la facilidad que Alejandro tuvo para conservar el Estado de Asia y las dificultades con que sus sucesores (Pirro y otros muchos) tropezaron en la retención de lo que habían adquirido. No provinieron ellas del poco o mucho talento de los vencedores, sino de la diversidad de los Estados que conquistaran.

CAPÍTULO V

DE QUÉ MANERA DEBEN GOBERNARSE LOS ESTADOS QUE, ANTES DE OCUPADOS POR UN NUEVO PRÍNCIPE, SE REGÍAN POR LEYES PROPIAS

Cuando el príncipe quiere conservar aquellos Estados que estaban habituados a vivir con su legislación propia y en régimen de república, es preciso que abrace una de estas tres resoluciones: o arruinarlos, o ir a vivir en ellos, o dejar al pueblo con su código tradicional, obligándole a pagarle una contribución anual y creando en el país un tribunal de corto número de miembros, que cuide de consolidar allí su poder. Al establecer este consejo consultivo, el príncipe, sabiendo que no puede subsistir sin su amistad y sin su dominación, tiene el mayor interés de fomentar su autoridad. Una ciudad acostumbrada a vivir libremente y que el príncipe quiere conservar, se contiene mucho más fácilmente por medio del influjo directo de sus propios ciudadanos que de cualquier otro modo, como los espartanos y los romanos nos lo probaron con su ejemplo. Sin embargo, los espartanos, que poseyeron a Atenas y a Tebas mediante un consejo de un corto número de ciudadanos, acabaron perdiéndolas, y los romanos, que para poseer a Capua, a Cartago y a Numancia, las desorganizaron, no las perdieron. Cuando quisieron retener a Grecia, como la habían retenido los espartanos dejándola libre con sus leyes, no les salió acertada esta operación, y se vieron obligados a desorganizar muchas de sus ciudades para guardarla. Hablando con verdad, el arbitrio más seguro para conservar semejantes Estados es el de arruinarlos. El que se hace señor de una ciudad acostumbrada a vivir libremente, y no descompone su régimen político, debe contar con ser derrocado por ella, a la postre. Para justificar tal ciudad su rebelión invocará su libertad y sus antiguas leyes, cuyo hábito no podrán hacerle perder nunca el tiempo y los beneficios del conquistador. Por más que éste se esfuerce, y aunque practique un expediente de previsión, si no se desunen y se dispersan sus habitantes, no olvidará nunca el nombre de aquella antigua libertad, ni sus particulares estatutos, y hasta recurrirá a ellos en la primera ocasión, como lo hizo Pisa, a pesar de haber estado toda una centuria bajo la dominación de los florentinos. Pero cuando las ciudades o provincias se hallan avezadas a vivir en la obediencia a un príncipe, como, por una parte, conservan dicha obediencia y, por otra, carecen de su antiguo señor, no concuerdan los ciudadanos entre si para elegir otro nuevo, y, no sabiendo vivir libres, son más tardos en tomar las armas, por lo cual cabe conquistarlos con más facilidad y asegurar su posesión. En las repúblicas, por el contrario, hay más valor, mayor disposición de ánimo contra el conquistador que luego se hace príncipe, y más deseo de vengarse de él. Como no se pierde, en su ambiente, la memoria de la antigua libertad, antes le sobrevive más activamente cada día, el más cuerdo partido consiste en disolverlas, o en ir a habitar en ellas.

CAPITULO VI

DE LOS PRINCIPADOS QUE SE ADQUIEREN POR EL VALOR PERSONAL Y CON LAS ARMAS PROPIAS

No cause extrañeza que al hablar de los Estados que son nuevos en todos los aspectos, o de los que sólo lo son en el del príncipe, o en el de ellos mismos, presente yo grandes ejemplos de la antigüedad. Los hombres caminan casi siempre por caminos trillados ya por otros, y apenas hacen más que imitar a sus predecesores en las empresas que llevan a cabo. Pero como no pueden seguir en todo la ruta abierta por los antiguos, ni se elevan a la perfección de los que por modelos se proponen, deben con prudencia elegir tan sólo los senderos trazados por algunos varones, especialmente por aquellos que sobrepujaron a los demás, a fin de que si no consiguen igualarlos, al menos ofrezcan sus acciones cierta semejanza con las de ellos. En esta parte les conviene seguir el ejemplo de los ballesteros advertidos, que, viendo su blanco muy distante para la fuerza de su arco, apuntan mucho más arriba que el objeto que tienen en mira, no para que su vigor y sus flechas alcancen a un punto dado en tal altura, sino a fin de, asestando así, llegar en línea parabólica a su verdadera meta. Lo cual digo porque en los principados que son nuevos en todo y cuyo soberano es, por ende, completamente nuevo también, hay más o menos dificultad en conservarlos, según que el que lo adquiere es más o menos valeroso. Como el éxito por el que un hombre se ve elevado de la categoría de particular a la de príncipe supone algún valor o alguna fortuna, parece que una cosa u otra allanan en parte muchos obstáculos. Sin embargo, ocurre a veces que se mantenga más tiempo el que no había sido auxiliado por la fortuna. Y lo que suele procurar algunas facilidades es que, no poseyendo semejante príncipe otros Estados, va a residir en aquel de que se ha hecho dueño.

Pero, volviendo a los hombres que por su propio valor, y no por ministerio de la fortuna, llegaron a ser príncipes, como Moisés, Ciro, Teseo, Rómulo y otros digo que son los más dignos de imitación. Aunque sobre Moisés no debamos discurrir, puesto que no fue más que mero ejecutor de las cosas que Dios le había ordenado hacer, merece, no obstante, ser admirado, siquiera fuese por aquella gracia que le encumbró a hablar faz a faz con el Eterno. Pero, considerando a Ciro y a los demás que adquirieron o fundaron reinos, les hallamos también merecedores de admiración. Y si se consideran sus hechos e instituciones de un modo especial, no parecerán diferentes de los hechos e instituciones de Moisés, por más que éste tuviese a Dios por señor. Examinando sus actos y su conducta no se encuentra que debiesen a la fortuna sino una ocasión propicia, que les permitió introducir en sus nuevos Estados la forma que les convenía. Sin la ocasión se hubiera extinguido el valor de su ánimo; pero sin éste se hubiera presentado en balde aquélla. Le era necesario a Moisés hallar al pueblo de Israel oprimido en Egipto, para que se dispusiese a seguirle, movido por el afán de salir de su esclavitud. Era menester que Ciro, para erigirse en soberano de los persas, les hallase descontentos con el dominio de los medos, y a éstos afeminados por una larga paz. Teseo no hubiera podido desplegar su valor si no hubiese encontrado dispersados a los atenienses. Convenía que Rómulo, después de su nacimiento, se quedara en Alba, y que fuese expuesto, para que se hiciera rey de Roma y fundador de un Estado, de que formó la patria suya. No hay duda sino que tales ocasiones constituyeron la fortuna de semejantes héroes. Pero su excelente sabiduría les dio a conocer la importancia de dichas ocasiones, y de ello provinieron la prosperidad y la cultura de sus Estados ~

Los que llegan a ser príncipes por esos medios no adquieren su soberanía sin trabajo, pero la conservan fácilmente, y las dificultades con que tropiezan al conseguirla provienen en gran parte de las nuevas leyes y de las nuevas instituciones que se ven obligados a introducir, para fundamentar su Estado y para proveer a su seguridad. Nótese bien que no hay cosa más ardua de manejar, ni que se lleve a cabo con más peligro, ni cuyo acierto sea más dudoso que el obrar como jefe, para dictar estatutos nuevos, pues tiene por enemigos activísimos a cuantos sacaron provecho de los estatutos antiguos, y aun los que puedan sacarlo de los recién establecidos, suelen defenderlos con tibieza suma, tibieza que dimana en gran parte de la escasa confianza que los hombres ponen en las innovaciones, por buenas que parezcan, hasta que no hayan pasado por el tamiz de una experiencia sólida. De donde resulta que los que son adversarios de tales innovaciones lo son por haberse aprovechado de las antiguas leyes, y hallan ocasión de rebelarse contra aquellas innovaciones por espíritu de partido, mientras que los otros sólo las defienden con timidez cautelosa, lo que pone en peligro al príncipe. Y es que cuando quiere uno discurrir adecuadamente sobre este asunto se ve forzado a examinar si los tibios tienen suficiente consistencia por sí mismos, o si dependen de los otros; es decir, si para dirigir su operación, necesitan rogar o si pueden obligar. En el primer caso no aciertan nunca, ni conducen cosa alguna a buen fin, al paso que, si pueden obligar, rara vez dejan de conseguir su objeto. Por esto todos los profetas armados han sido vencedores, y los desarmados abatidos.

Conviene notar, además, que el natural de los pueblos es variable. Fácil es hacerles creer una cosa, pero difícil hacerles persistir en su creencia. Por cuyo motivo es menester componerse de modo que, cuando hayan cesado de creer, sea posible constreñirlos a creer todavía. Moisés, Ciro, Teseo, Rómulo, no hubieran conseguido que se observasen mucho tiempo sus respectivas constituciones, si hubiesen estado desarmados, como le sucedió al fraile Jerónimo Savonarola, que vio malogradas las nuevas instituciones que propusiera a la multitud. Apenas ésta comenzó a no creerle inspirado, se encontró sin medio alguno para mantener coercitivamente en su creencia a los que la perdían, ni para inducir voluntariamente a creer a los que no creían ya. Y cuenta que los príncipes de la especie a que vengo refiriéndome experimentan sumas dificultades en su manera de conducirle, porque todos sus pasos van acompañados de peligros y necesitan gran valor para superarlos. Pero cuando han triunfado de ellos y empiezan a ser respetados, como han subyugado a los hombres que les envidiaban su calidad de príncipes, quedan, al fin, asegurados, reverenciados, poderosos y dichosos.

A tan relevantes ejemplos quiero añadirle otro de clase inferior, y que, sin embargo, no guarda demasiada desproporción con ellos: el de Hieron el Siracusano. De simple particular que era, ascendió a príncipe de Siracusa, sin que la fortuna le procurase otro recurso que el de una favorable ocasión. Hallándose oprimidos los siracusanos, le proclamaron caudillo, en cuyo cargo hizo méritos suficientes para que después le nombrasen soberano suyo. Había sido tan virtuoso en su condición privada que, en sentir de los historiadores, no le faltaba entonces para reinar más que poseer un trono. Y luego que hubo empuñado el cetro, licenció las antiguas tropas, formó otras nuevas, dejó a un lado a sus pretéritos amigos, buscó a otros y, hallándose así con soldados y con camaradas realmente suyos, pudo establecer sobre tales fundamentos cuanto quiso, y conservó sin trabajo lo que había adquirido tras afanes largos y penosos.

CAPITULO VII

DE LOS PRINCIPADOS NUEVOS QUE SE ADQUIEREN POR LA FORTUNA Y CON LAS ARMAS AJENAS

Los que de particulares que eran se vieron elevados al principado por la sola fortuna, llegan a él sin mucho trabajo, pero lo encuentran máximo para conservarlo en su poder. Elevados a él como en alas y sin dificultad alguna, no bien lo han adquirido los obstáculos les cercan por todas partes. Esos príncipes no consiguieron su Estado más que de uno u otro de estos dos modos: o comprándolo o haciéndoselo dar por favor. Ejemplos de ambos casos ofrecieron entre los griegos, muchos príncipes nombrados para las ciudades de la Iona y del Helesponto, en que Darío creyó que su propia gloria tanto como su propia seguridad le inducía a crear ese género de príncipes, y entre los romanos aquellos generales que subían al Imperio por el arbitrio de corromper las tropas. Semejantes príncipes no se apoyan en más fundamento que en la voluntad o en la suerte de los hombres que los exaltaron, cosas ambas muy variables y desprovistas de estabilidad en absoluto. Fuera de esto, no saben ni pueden mantenerse en tales alturas. No saben, porque a menos de poseer un talento superior, no es verosímil que acierte a reinar bien quien ha vivido mucho tiempo en una condición privada, y no pueden, a causa de carecer de suficiente número de soldados, con cuyo apego y con cuya fidelidad cuenten de una manera segura. Por otra parte, los Estados que se forman de repente, como todas aquellas producciones de la naturaleza que nacen con prontitud, no tienen las raíces y las adherencias que les son necesarias para consolidarse. El primer golpe de la adversidad los arruina, si, como ya insinué, los príncipes creados por improvisación carecen de la energía suficiente para conservar lo que puso en sus manos la fortuna, y si no se han proporcionado las mismas bases que los demás príncipes se habían formado, antes de serlo.

Con relación a estos dos modos de llegar al principado, el valor o la fortuna, quiero traer dos ejemplos que la historia de nuestra época nos suministra; son a saber: el de Francisco Sforcia y el de César Borgia. Francisco, de simple particular que era, llegó a ser duque de Milán, tanto por su gran valor como por los recursos que su ingenio podía suministrarle, y, por lo mismo, conservó sin excesivo esfuerzo lo que había adquirido con sumos afanes. César, llamado vulgarmente el duque de Valentinois, no logró sus Estados más que por la fortuna de su padre, y los perdió apenas la fortuna le hubo faltado, no sin hacer uso entonces de todos los medios imaginables para retenerlos, y de practicar, para consolidarse en los principados que la fortuna y las armas ajenas le habían procurado, cuanto puede practicar un hombre prudente y valeroso. Ahora bien: he dicho que el que no preparó los fundamentos de su soberanía antes de ser príncipe podría hacerlo después, poseyendo un talento superior, aunque esos fundamentos no pueden formarse, en tal caso, más que con muchos disgustos para el arquitecto y con muchos peligros para el edificio. Si, pues, se consideran los progresos del duque de Valentinois, se verá que había preparado su dominación futura y no juzgo inútil darlos a conocer, toda vez que no me es posible presentar lecciones más útiles a un príncipe nuevo que las acciones del segundo Borgia. Si sus instituciones no le sirvieron de nada, no fue culpa suya, sino de una extremada y extraordinaria malignidad de la suerte ciega.

Alejandro VI quería elevar a su hijo el duque a un gran dominio, y veía, para ello, fuertes dificultades en lo presente y en lo futuro. Primeramente, no sabía cómo hacerle señor de un Estado que no perteneciera a la Iglesia, y cuando volvía sus miras hacia un Estado de la Iglesia preveía que el duque de Milán y los venecianos no consentirían en ello, pues Faenza y Rímini, que él quería cederle ante todo, estaban ya bajo la protección de los últimos. Veía, además, que los ejércitos de Italia, y especialmente aquellos de que le hubiera sido dable servirse, se hallaban en poder de los que debían temer el engrandecimiento del Papa, y mal podía fiarse de tales ejércitos, mandados todos por los Ursinos, por los Colonnas o por allegados suyos. Era menester, por tanto, que se turbase este orden de cosas y que se introdujera el desorden en los Estados de Italia, a fin de que le fuera posible apoderarse con seguridad de una parte de ellos. Y lo fue, a causa de encontrarse en una coyuntura en que, movidos de razones particulares, habían decidido los venecianos conseguir que los franceses volvieran otra vez a Italia. No sólo no se opuso a ello, sino que facilitó semejante maniobra y se mostró favorable a Luis XII, al sentenciar la disolución de su matrimonio con Juana de Francia, de suerte que aquel monarca llegó a Italia con la ayuda de los venecianos y con el consentimiento de Alejandro VI, y no bien hubo llegado a Milán, cuando el Papa obtuvo para él algunas tropas para la empresa que había meditado sobre la Romaña, la cual le fue cedida a causa de la reputación cobrada por el rey. Habiendo por fin adquirido el duque aquella provincia, y aun derrotado a los Colonnas, quería conservarla e ir adelante, pero se le presentaban dos obstáculos. El uno se hallaba en el ejército de los Ursinos, de que se había servido, pero de cuya fidelidad desconfiaba, y el otro consistía en la oposición que Francia podía hacer a ello. Por una parte, temía que le faltasen las armas de los Ursinos, y que no sólo le impidiesen seguir conquistando, sino que también le quitasen lo que ya había adquirido. Por otra parte, temía que el rey de Francia siguiera a su respecto el mismo proceder que los Ursinos. Su recelo hacia los últimos se fundaba en que cuando, después de haber tomado a Faenza asaltó a Bolonia, los vio obrar con tibieza. En cuanto al monarca francés, comprendió lo que podía esperar de él cuando, después de haberse apoderado del ducado de Urbino, atacó a Toscana, pues aquél le hizo desistir de la empresa. En situación semejante, resolvió el duque no depender más de la fortuna y de las armas ajenas, a cuyo efecto comenzó debilitando hasta en Roma las facciones de los Ursinos y de los Colonnas, y ganando a cuantos nobles le eran adictos. Los hizo gentilhombres suyos, los honró con elevados empleos y les confió, según sus prendas personales, varios mandos o gobiernos, con que extinguió en ellos, a los pocos meses, el espíritu de facción a que se hallaban adheridos y su afecto se volvió por entero hacia el duque. Después de esto, aceleró la ocasión de arruinar a los Ursinos, no sin haber dispersado antes a los partidarios de los Colonnas, que se le tornaron favorables, y a quienes trató mejor. Habiendo advertido muy tarde los Ursinos que el poder del duque, y el del Papa como soberano, acarreaba su ruina, convocaron una Dieta en Magione, país de Perusa. De ello resultó contra el duque la rebelión de Ursino, como también los tumultos de la Romaña en infinitos peligros para él, dificultades todas que superó con el auxilio de los franceses. Luego que hubo recuperado alguna consideración, no fiándose ya de ellos, ni de las demás fuerzas que le eran extrañas, y no queriendo verse en la necesidad de probarlos de nuevo, recurrió a la astucia y supo encubrir sus maniobras en grado tamaño que los Ursinos, por mediación de Paulo, solicitaron una reconciliación. No ahorró recursos serviciales para asegurárselos, regalándoles caballos, dinero, trajes vistosos, y ello con tal suerte que, aprovechándose de la simplicidad de su confianza, acabó por reducirlos a caer en su poder en Sinigaglia. Aprovechó la coyuntura para destruir a sus jefes, convirtió a los que les seguían en otros tantos amigos de su persona y proporcionó así una sólida base a su dominación sobre la Romaña y sobre el ducado de Urbino, con lo cual se ganó la voluntad de todos sus pueblos, que, bajo su gobierno, comenzaron a disfrutar de un bienestar por ellos hasta entonces desconocido. Y como esta parte de la vida del duque merece estudiarse, y aun imitarse por otros príncipes, no quiero dejar de exponerla con alguna especificación.

No bien ocupó la Romaña, la halló mandada por señores inhábiles, que más habían despojado que corregido a sus gobernados y que más habían dado motivo a desuniones que a convergencias, por lo que en la provincia abundan los latrocinios, las contiendas y todo linaje de desórdenes. Para remediar tamaños males estableció en ella la paz, la hizo obediente a su príncipe, le impuso un Gobierno vigoroso, y envió allí por presidente a Ramiro d’Orco, hombre severo y expeditivo, en quien delegó una autoridad casi ilimitada, y que en poco tiempo restableció el sosiego en la comarca, reconcilió a los ciudadanos divididos y proporcionó al duque una grande consideración. Más tarde, empero, juzgó el duque que la desmesurada potestad de Ramiro no convenía allí ya, y temiendo que se tornara muy odiosa, erigió en el centro de la provincia un tribunal civil, presidido por un sujeto excelente, y en el que cada ciudad tenía su defensor. Le constaba, además, que los rigores ejercidos por Orco habían engendrado contra su propia persona sentimientos hostiles. Para desterrarlos del corazón de sus pueblos y ganarse la plena confianza de éstos, trató de persuadirles de que no debían imputársele a él aquellos rigores, sino al genio duro de su ministro. Y para acabar de convencerles de ello determinó castigar al último, y una mañana mandó dividirle en dos pedazos y mostrarle así hendido en la plaza pública de Cesena, con un cuchillo ensangrentado y un tajo de madera al lado. La ferocidad de espectáculo tan horrendo hizo que sus pueblos quedaran por algún tiempo tan satisfechos como atónitos.

Pero volviendo al punto de que he partido, digo que al encontrarse el duque muy poderoso, asegurado de los peligros de entonces en gran parte, armado en la necesaria medida, libre de las armas, de los vecinos que podían inferirle daños, y ansioso de continuar sus conquistas, le restaba, con todo, el temor a Francia. Sabedor de que el rey de esta nación, que se había dado cuenta algo tardíamente de sus propias torpezas, no permitiría que el duque se engrandeciese más, se echó a buscar nuevos amigos. Desde luego, tergiversó con respecto a Francia cuando las tropas de esta nación marcharon hacia el reino de Nápoles contra el ejército español que sitiaba a Gaeta. Su intención era asegurarse de ellas, y el acierto habría sido rápido si Alejandro VI hubiera vivido aún.

Tales fueron sus precauciones en las circunstancias del momento. En cuanto a las futuras temía, ante todo, que el sucesor de Alejandro VI no le fuera favorable y que intentase arrebatarle lo que le había dado aquél. Para precaver este inconveniente ~ imaginó cuatro recursos, conviene a saber: 1) extinguir las familias de los señores a quienes había despojado, a fin de quitar al Papa los socorros que ellos hubiesen podido suministrarle; 2) ganarse a todos los hidalgos de Roma, para oponerlos como freno al Pontífice, en la misma capital de sus Estados; 3) atraerse, hasta el límite de lo posible, al sacro colegio de los cardenales; 4) adquirir, antes de la muerte de Alejandro VI, dominio tamaño, que se hallara en estado de resistir por sí mismo al primer asalto, cuando no existiera ya su padre. Practicados por el duque los tres primeros recursos, tenía conseguido su fin principal, al morir el Papa, y el cuarto estaba ejecutándolo. Había hecho perecer a cuantos pudo coger de aquellos señores a quienes despojara, y se le escaparon pocos. Había ganado a los hidalgos de Roma y adquirido grandísimo influjo en el sacro colegio. En cuanto a sus nuevas conquistas, después de haber proyectado erigirse en señor de la Toscana, veía a Pisa bajo su protección, y poseía a Perusa y a Biombino. Como tras ello no se creía obligado a guardar más miramientos con los franceses, y de hecho no les guardaba ninguno, por haberles despojado los españoles del reino de Nápoles, y porque unos y otros estaban forzados a solicitar su amistad, se echaba sobre Pisa, lo cual bastaba para que Luca y Siena le abriesen sus puertas, sea por celos contra los florentinos (que carecían de medios para evitarlo), sea por temor de la venganza suya. Si esta empresa le hubiera salido acertada, y si se hubiese puesto en ejecución el año en que murió Alejandro VI, habría adquirido tan grandes fuerzas y tanta consideración que por sí mismo se hubiera sostenido, sin depender de la fortuna y del poder ajeno, pues todo ello dependía ya de su dominación y de su talento. Pero Alejandro VI murió cinco años después de haber comenzado el duque a desenvainar su espada y cuando sólo el Estado de la Romaña estaba consolidado. Los demás permanecían vacilantes e indecisos, hallándose, además, el duque entre dos ejércitos enemigos muy poderosos y viéndose últimamente asaltado por una enfermedad mortal. Sin embargo, valía tanto, poseía tanta inteligencia, sabía tan bien cómo puede ganarse o perderse la voluntad de los hombres, y se había creado en tan poco tiempo fundamentos tan sólidos, que si no hubiera tenido por contrarios a aquellos ejércitos y le hubiesen ido mejor las cosas, habría triunfado de todos los demás obstáculos. La prueba de que tales fundamentos eran buenos es perentoria, puesto que la Romaña le aguardó sosegadamente más de un mes, y, moribundo ya, no tenía nada que temer de Roma. Aunque los Ursinos, los Vitelis y los Vagniolis habían ido allí, no emprendieron nada contra él. Si no pudo hacer Papa a quien quería, al menos impidió que lo fuese aquel a quien no quería. Pero si al morir Alejandro VI hubiese gozado de robusta salud, habría hallado facilidad para todo. El día en que Julio II fue nombrado Papa me dijo que había calculado cuanto podía acaecer una vez muerto su padre y hallándole anticipado remedio, pero que no había pensado en que pudiera morir él mismo entonces.

Después de haber resumido todas las acciones del duque y de haberlas comparado unas con otras, no me es posible condenarle, y aun me atrevo a proponerle por modelo a cuantos la fortuna o ajenas armas elevaron a la soberanía. Con las relevantes prendas que poseía y las profundas miras que abrigaba no podía conducirse de diferente modo. No encontraron sus designios más impedimentos reales que la brevedad de la vida de su progenitor y su propia enfermedad. Así, el que en un principado nuevo necesite asegurarse de sus enemigos, ganarse amigos repetidamente, vencer por la fuerza o por el fraude, hacerse amar y temer de los pueblos, obtener el respeto y la fidelidad de los soldados, sustituir los antiguos estatutos por otros recientes, desembarazarse de los hombres que pueden perjudicarle, ser a la vez severo, agradable, magnánimo y liberal, y conservar la amistad de los monarcas, de suerte que éstos le sirvan de buen grado, o no le ofendan más que con mucho miramiento: el que en tal caso se halle, no encontrará ejemplo más fehaciente que el proceder del duque, por lo menos hasta la muerte de su padre. Su política cayó luego en graves faltas, sobre todo cuando, al ser nombrado el sucesor de Alejandro VI, dejó el duque hacer una elección contraria a sus intereses en la persona de Julio II. No le era posible la creación de un Papa de su gusto, pero teniendo como tenía la facultad de impedir que éste o aquél fuesen Papas, no debió permitir nunca que se le confiriera el Pontificado a ninguno de los cardenales a quienes había ofendido, o que tuviesen motivo de temerle (los hombres ofenden por miedo o por odio), y que eran, entre otros, los de San Pedro, San Jorge, Colonna y Ascagne. Elevados una vez todos los demás al Pontificado, estaban en el caso de temerle, excepto el cardenal de Ruán, a causa de su fuerza, puesto que contaba con el apoyo del reino de Francia, y con los cardenales españoles, con los que se había aliado, y a los que había hecho varios favores. Por ende, el duque debió ante todo, conseguir que el Papa hubiera sido un español, y, a no lograrlo, debió permitir que se eligiese al cardenal de Ruán, y no al de San Pedro. Cualquiera que crea que los nuevos beneficios hacen olvidar a los eminentes personajes las antiguas injurias, camina errado. De donde se infiere que, en aquella elección, el duque cometió una falta, y tan grave, que ocasionó su ruina.

CAPÍTULO VIII

DE LOS QUE LLEGARON A PRÍNCIPES POR MEDIO DE MALDADES

Supuesto que aquel que de simple particular asciende a príncipe, lo puede hacer todavía de otros dos modos, sin deberlo todo al valor o a la fortuna, no conviene omita yo tratar de uno y de otro de esos dos modos, aun reservándome discurrir con más extensión sobre el segundo, al ocuparme de las repúblicas. El primero es cuando un hombre se eleva al principado por una vía malvada y detestable, el segundo cuando se eleva con el favor de sus conciudadanos. En cuanto al primer modo, la historia presenta dos ejemplos notables: uno antiguo y otro moderno. Me ceñiré a citarlos, sin profundizar demasiado la cuestión, porque soy de parecer que enseñan bastante por sí solos si cualquiera estuviese en el caso de imitarlos.

El primer ejemplo es el del siciliano Agátocles, quien, habiendo nacido en una condición, no sólo común y ordinaria, mas también baja y vil, llegó a empuñar, sin embargo, el cetro de Siracusa. Hijo de un alfarero, había llevado en todas las circunstancias una conducta reprensible. Pero sus perversas acciones iban acompañadas de tanto vigor de cuerpo y de tanta fortaleza de ánimo, que habiéndose dedicado a la profesión de las armas, ascendió, por los diversos grados de la milicia, hasta el de pretor de Siracusa. Luego que se vio elevado a este puesto resolvió hacerse príncipe, y retener con violencia, sin debérselo a nadie, la dignidad que le había concedido el libre consentimiento de sus conciudadanos. Después de haberse entendido sobre el asunto con el general cartaginés Amílcar, que estaba en Sicilia con su ejército, juntó una mañana al Senado y al pueblo en Siracusa, como si tuviera que deliberar con ellos sobre cosas importantes para la república y, dando en aquella asamblea a los soldados la señal convenida, les mandó matar a todos los senadores y a los ciudadanos más ricos que allí se hallaban. Librado de ambos estorbos de su ambición, ocupó y conservó el principado de Siracusa, sin que se encendiera contra él ninguna guerra civil. Aunque después fue dos veces derrotado, y aun sitiado, por los cartagineses, no solamente pudo defender su ciudad, sino que, además, dejó una parte de sus tropas custodiándola, y marchó a actuar a África con otra. De esta suerte, en poco tiempo libró a la cercada Siracusa, y puso en tal aprieto a los cartagineses, que se vieron forzados a tratarle de potencia a potencia, se contentaron con la posesión de África, y le abandonaron enteramente a Sicilia. Donde se advierte, reflexionando sobre la decisión y las hazañas de Agátocles, que nada o casi nada puede atribuirse a la fortuna. No por el favor ajeno, como indiqué más arriba, sino por medio de los grados militares, adquiridos a costa de muchas fatigas y de muchos riesgos, consiguió la soberanía, y, si se mantuvo en ella merced a multitud de acciones temerarias, pero llenas de resolución, no cabe, ciertamente, aprobar lo que hizo para lograrla. La traición de sus amigos, la matanza de sus conciudadanos, su absoluta falta de religión, son, en verdad, recursos con los que se llega a adquirir el dominio, mas nunca gloria. No obstante, si consideramos el valor de Agátocles en la manera como arrostró los peligros y salió triunfante de ellos, y la sublimidad de su alma en soportar y en vencer los acontecimientos que le eran más adversos, no vemos por qué conceptuarle como inferior al mayor campeón de diferente especie moral a la suya. Por desdicha, su inhumanidad despiadada y su crueldad feroz son maldades evidentes que no permiten alabarle, como si mereciera ocupar un lugar eminente entre los hombres insignes. Pero repito que no puede atribuirse a su valor o a su fortuna lo que adquirió sin el uno y sin la otra.

El segundo ejemplo, más inmediato a nuestros tiempos, es el de Oliverot de Fermo. Educado en su niñez por su tío materno, Juan Fogliani, fue colocado por éste más tarde en la tropa del capitán Pablo Viteli, a fin de que allí llegase, bajo semejante maestro, a alguna alta graduación en las armas. Habiendo muerto después Pablo, y sucediéndole en el mando su hermano Viteloro, a sus órdenes peleó Oliverot, y como, amén de robusto y valiente, era inteligentísimo, llegó a ser en breve plazo el primer hombre de su ejército. Juzgando entonces cosa servil su permanencia en él, confundido entre el vulgo de los capitanes, concibió el proyecto de apoderarse de Fermo, con ayuda de Viteloro y de algunos ciudadanos de aquella ciudad que amaban más la esclavitud que la libertad de su país. Para mejor llevar a cabo su plan escribió, ante todo, a su tío Juan Fogliani. En la carta le decía ser muy natural, al cabo de tan prolongada ausencia, que quisiera abrazarle, ver de nuevo su patria, volver a Fermo y reconocer en algún modo su patrimonio. Le añadía que, en efecto, regresaba, pero que, no habiéndose fatigado, durante tan larga separación, más que para adquirir algún honor y deseando mostrar a sus compatriotas que no había perdido el tiempo en tal respecto, creía deber presentarse con cierto atuendo, acompañado de amigos suyos, de varios servidores y de cien soldados de a caballo. Por ende, le rogaba hiciera de modo que los ciudadanos de Fermo le acogiesen con distinción «atendiendo a que semejante recibimiento no sólo le honraría a él mismo, sino que redundaría también en gloria del tío, su segundo padre y su primer preceptor». Juan no dejó de hacer los favores que solicitaba, y a los que le parecía ser acreedor su sobrino. Procuró que los ciudadanos de Fermo le recibiesen con gran honra, y le alojó en su palacio. Oliverot, luego de haberlo dispuesto todo para la maldad que había premeditado, dio en el palacio un espléndido banquete, al que invitó a Juan Fogliani y a las personas de más viso de la población. Al final del convite, y cuando conforme al uso de entonces, se departía sobre cosas de que se habla comúnmente en la mesa, Oliverot hizo recaer diestramente la conversación sobre la grandeza de Alejandro VI y de su hijo César Borgia, como asimismo sobre sus empresas. Mientras él respondía a los discursos de los otros, y los otros contestaban a los suyos, se levantó de repente, manifestando ser aquella una materia de que no debía hablarse más que en apartado sitio, y se retiró a un cuarto particular, al que Fogliani y las demás personas de viso le siguieron. Apenas se hubieron sentado allí cuando, por salidas ignoradas de ellos, entraron diversos soldados, que los degollaron a todos, sin perdonar a Fogliani. Terminada la matanza, Oliverot montó a caballo, recorrió la ciudad, fue a sitiar al primer magistrado en su propio alcázar, y los habitantes de Fermo, poseídos de súbito e inaudito temor, se vieron obligados a obedecerle, y a formar un nuevo Gobierno, del que se constituyó soberano. Desembarazado por tal arte de todos aquellos hombres cuyo descontento podía serle fatal, fortificó su autoridad con nuevos estatutos civiles y militares, de suerte que, por espacio del año que conservó su soberanía, no sólo se mantuvo seguro en la ciudad de Fermo, sino que además, se hizo respetar y temer de sus vecinos, y hubiera sido tan perdurable como Agátocles, si no se hubiese dejado engañar por César Borgia, cuando, en Sinigaglia, sorprendió éste, como indiqué ya, a los Ursinos y a los Vitelios. Aprehendido con éstos el propio Oliverot en aquella ocasión, un año después de su parricidio, le ahorcaron en compañía de Viterolo, que había sido su mentor de audacia y de maldad.

Podría preguntarse por qué Agátocles, Oliverot y algún otro de la misma especie lograron, a pesar de tantas traiciones y de tamañas crueldades, vivir largo tiempo seguros en su patria, y defenderse de los enemigos exteriores, sin seguir siendo traidores y crueles. También podría preguntarse por qué sus conciudadanos no se conjuraron nunca contra ellos, al paso que otros, empleando iguales recursos no consiguieron conservarse jamás en sus Estados, ni en tiempo de paz, ni en tiempo de guerra. Creo que esto dimana del uso bueno o malo que se hace de la traición y de la crueldad. Permítame llamar buen uso de los actos de rigor el que se ejerce con brusquedad, de una vez y únicamente por la necesidad de proveer a la seguridad propia, sin continuarlos luego, y tratando a la vez de encaminarlos cuanto sea posible a la mayor utilidad de los gobernados. Los actos de severidad mal usados son aquellos que, pocos al principio, van aumentándose y se multiplican de día en día, en vez de disminuirse y de atenerse a su primitiva finalidad. Los que se atienen al primer método, pueden, con los auxilios divinos y humanos, remediar, como Agátocles, su situación, en tanto que los demás no es posible que se mantengan. Es menester, pues, que el que adquiera un Estado ponga atención en los actos de rigor que le es preciso ejecutar, a ejercerlos todos de una sola vez e inmediatamente, a fin de no verse obligado a volver a ellos todos los días, y poder, no renovándolos, tranquilizar a sus gobernados, a los que ganará después fácilmente, haciéndoles bien. El que obra de otro modo, por timidez o guiado por malos consejos, se ve forzado de continuo a tener la cuchilla en la mano, y no puede contar nunca con sus súbditos, porque estos mismos, que le saben obligado a proseguir y a reanudar los actos de severidad, tampoco pueden estar jamás seguros con él. Precisamente porque semejantes actos han de ejecutarse todos juntos porque ofenden menos, si es menor el tiempo que se tarda en pensarlos; los beneficios, en cambio, han de hacerse poco a poco, a fin de que haya lugar para saborearlos mejor. Así, un príncipe debe, ante todas las cosas, conducirse con sus súbditos de modo que ninguna contingencia, buena o mala, le haga variar, dado que, si sobrevinieran tiempos difíciles y penosos, no le quedaría ya ocasión para remediar el mal, y el bien que hace entonces no se convierte en provecho suyo, pues lo miran como forzoso, y no sé lo agradecen.

CAPÍTULO IX

DEL PRINCIPADO CIVIL

Vengamos al segundo modo con que un particular llega a hacerse príncipe, sin valerse de nefandos crímenes, ni de intolerables violencias. Es cuando, con el auxilio de sus conciudadanos, llega a reinar en su patria. A este principado lo llamo civil. Para adquirirlo, no hay necesidad alguna de cuanto el valor o la fortuna pueden hacer sino más bien de cuanto una acertada astucia puede combinar. Pero nadie se eleva a esta soberanía sin el favor del pueblo o de los grandes. En toda ciudad existen dos inclinaciones diversas, una de las cuales proviene de que el pueblo desea no ser dominado y oprimido por los grandes, y la otra de que los grandes desean dominar y oprimir al pueblo. Del choque de ambas inclinaciones dimana una de estas tres cosas: o el establecimiento del principado, o el de la república, y el de la licencia y la anarquía. En cuanto al principado, su establecimiento se promueve por el pueblo o por los grandes, según que uno u otro de estos dos partidos tengan ocasión para ello. Si los grandes ven que no les es posible resistir al pueblo, comienzan por formar una gran reputación a uno de ellos y, dirigiendo todas las miradas hacia él, acaban por hacerle príncipe, a fin de poder dar a la sombra de su soberanía, rienda suelta a sus deseos. El pueblo procede de igual manera con respecto a uno solo, si ve que no les es posible resistir a los grandes, a fin de que le proteja con su autoridad.

El que consigue la soberanía con el auxilio de los grandes se mantiene en ella con más dificultad que el que la consigue con el del pueblo, porque, desde que es príncipe, se ve cercado de muchas personas que se tienen por iguales a él, no puede mandarlas y manejarlas a su discreción. Pero el que consigue la soberanía con el auxilio del pueblo se halla solo en su exaltación y, entre cuantos le rodean no encuentra ninguno, o encuentra poquísimos que no estén prontos a obedecerle. Por otra parte, es difícil, con decoro y sin agraviar a los otros, contentar los deseos de los grandes. Pero se contentan fácilmente los del pueblo, porque los deseos de éste llevan un fin más honrado que el de los grandes en atención a que los grandes quieren oprimir, el pueblo sólo quiere no ser oprimido.

Añádase a lo dicho que si el pueblo es enemigo del príncipe, éste no se verá jamás seguro, pues el pueblo se compone de un número grandísimo de hombres, mientras que, siendo poco numerosos los grandes, es posible asegurarse de ellos más fácilmente. Lo peor que el príncipe puede temer de un pueblo que no le ama, es ser abandonado por él. Pero, si le son contrarios los grandes, debe temer no sólo verse abandonado sino también atacado y destruido por ellos, que teniendo más previsión y más astucia que el pueblo, emplean bien el tiempo para salir del apuro, y solicitan dignidades de aquel que esperan ver sustituir al príncipe reinante. Además, el príncipe se ve obligado a vivir siempre con un mismo pueblo, al paso que le es factible obrar sin unos mismos grandes, puesto que está en su mano hacer otros nuevos y deshacerlos todos los días, como también darles crédito, o quitarles el de que gozan, cuando le venga en gana.

Para aclarar más lo relativo a los grandes, digo que deben considerarse en dos aspectos principales: o se conducen de modo que se unan en un todo con la fortuna o proceden de modo que se pasen sin ella. Los primeros, si no son rapaces deben ser estimados y honrados. Los segundos, que no se ligan al príncipe personalmente, pueden considerarse en otros dos aspectos. Unos obran así por pusilanimidad o falta de ánimo, y entonces el príncipe debe servirse de ellos como de los primeros, especialmente cuando le den buenos consejos, porque le son fieles en la prosperidad e inofensivos en la adversidad. Pero los que obran por cálculo o por ambición, manifiestan que piensan más en él que en su soberano, y éste debe prevenirse contra ellos y mirarlos como a enemigos declarados, porque en la adversidad ayudarán a hacerle caer.

Un ciudadano llegado a príncipe por el favor del pueblo ha de tender a conservar su afecto, lo cual es fácil, ya que el pueblo pide únicamente no ser oprimido. Pero el que llegó a ser príncipe con el auxilio de los grandes y contra el voto del pueblo, ha de procurar conciliárselo, tomándolo bajo su protección. Cuando los hombres reciben bien de quien no esperan más que mal, se apoyan más y más en él. Así, el pueblo sometido por un príncipe nuevo, que se erige en bienhechor suyo, le coge más afecto que si él mismo, por benevolencia, le hubiera elevado a la soberanía. Luego el príncipe puede captarse al pueblo de varios modos, pero tan numerosos y dependientes de tantas circunstancias variables, que me es imposible formular una regla fija y cierta sobre el asunto, y me limito a insistir en que es necesario que el príncipe posea el afecto del pueblo, sin lo cual carecerá de apoyo en la adversidad. Nabis, príncipe nuevo entre los espartanos, resistió el sitio de todas las tropas griegas y de un ejército romano curtido en las victorias y resistió fácilmente contra ambas fuerzas su patria y su Estado, por bastarle, al acercarse el peligro, asegurarse de un corto número de enemigos interiores. Pero no hubiera logrado tamaños triunfos, si hubiera tenido al pueblo por enemigo.

Y no se crea impugnar la opinión que estoy sentando aquí con objetarme el tan repetido adagio de que quien fía en el pueblo edifica sobre arena. Confieso ser esto verdad para un ciudadano privado que, satisfecho con semejante fundamento, creyera que el pueblo le libraría, si le viera oprimido por sus enemigos o por los magistrados. En tal caso, podría engañarse a menudo en sus esperanzas, como ocurrió a los Gracos en Roma, y a Jorge Scali en Florencia. Pero, si el que se funda en el pueblo, es príncipe suyo, y puede mandarle, y es hombre de corazón, no se atemorizará en la adversidad. Como haya tomado las disposiciones oportunas y mantenido, con sus estatutos y con su valor, el de la generalidad de los ciudadanos, no será engañado jamás por el pueblo, y reconocerá que los fundamentos que se ha formado con éste, son buenos. Porque las soberanías de esta clase sólo peligran cuando se las hace subir del orden civil al de una monarquía absoluta, en que el príncipe manda por sí mismo, o por intermedio de sus magistrados. En el último caso, su situación es más débil y más temerosa, por depender enteramente de la voluntad de los que ejercen las magistraturas, y que pueden arrebatarle sin gran esfuerzo el Estado, ya sublevándose contra él, ya no obedeciéndole. En los peligros, semejante príncipe no encuentra ya razón para recuperar su omnímoda autoridad por cuanto los súbditos, acostumbrados a recibir las órdenes directamente de los magistrados, no están dispuestos, en tales circunstancias criticas, a obedecer a las suyas y, en tiempos tan dudosos, carece siempre de gentes en quienes pueda fiarse. No se halla en el caso de los momentos pacíficos, en que los ciudadanos necesitan del Estado, porque entonces todos se mueven, prometen y quieren morir por él, en atención a que ven la muerte remota. Pero en épocas revueltas, cuando el Estado más necesita de los ciudadanos, son poquísimos los que le secundan. Y la experiencia es tanto más peligrosa, cuanto que no cabe hacerla más que una vez. Por ende, un soberano prudente debe imaginar un método por el que sus gobernados tengan de continuo, en todo evento y en circunstancia de cualquier índole, una necesidad grandísima de su principado. Es el medio más seguro de hacérselos fieles para siempre.

CAPÍTULO X

CÓMO DEBEN MEDIRSE LAS FUERZAS DE LOS PRINCIPADOS

O el principado es bastante grande para que en él halle el soberano, en caso necesario, con qué sostenerse por sí mismo, o es tal que, en el mismo caso, se vea obligado a implorar el auxilio ajeno. Pueden los príncipes sostenerse por sí mismos cuando tienen suficientes hombres y dinero para formar el correspondiente ejército, con que presentar batalla a cualquiera que vaya a atacarlos, y necesitan de otros los que, no pudiendo salir a campaña contra los enemigos, se encuentran obligados a encerrarse dentro de sus muros, y limitarse a defenderlos. Se habló ya del primer caso y aún se volverá sobre él, cuando se presente ocasión oportuna. En cuanto al segundo caso, no puedo menos de alentar a semejantes príncipes a fortificar la ciudad de su residencia, sin inquietarse por las restantes del país. Cualquiera que haya artillado fuertemente el lugar de su mansión y se haya portado bien con sus súbditos, no será atacado nunca sino con mucha circunspección, porque los hombres miran siempre con cautela suma las empresas que les ofrecen dificultades, y no cabe esperar un fácil triunfo cercando o asaltando la ciudad de un príncipe que la ha fortalecido en buenas condiciones y que cuenta con el amor de su pueblo.

Las ciudades de Alemania son muy libres; tienen en sus alrededores poco territorio que les pertenezca; obedecen al emperador a la medida de su gusto; no le temen a él, ni a ningún otro potentado, a causa de la solidez de sus murallas, por lo que los agresores temen perder mucho tiempo, y hasta sufrir un descalabro, si toman la ofensiva contra ellas. Todas tienen fosos, muros muy fuertes, cañones en abundancia, y conservan en sus almacenes, bodegas y habitaciones, vituallas bastantes para comer, beber y encender fuego durante un año. Fuera de esto, y a fin de alimentar suficientemente al populacho, no les falta con qué darle trabajo, también por espacio de un año, en aquellas obras públicas que son el nervio y el alma de toda ciudad, y se cuidan con esmero de que los servicios militares estén continuamente en vigor. Así, un príncipe que posee por punto de residencia una plaza fuerte y se hace amar dentro de ella, difícilmente será sitiado, y si lo fuera, el que lo intentase acabaría por levantar el cerco con oprobio. Son tan variables las cosas terrenas, que es casi imposible que el que ataca, si se ve llamado a su país por alguna inevitable vicisitud de sus Estados, permanezca un año rondando con su ejército, ante unos muros muy fuertes, que no le es posible asaltar.

Si alguien objetare que, en el caso de que, teniendo un pueblo sus posesiones afuera, las viera quemar, perdería la paciencia, y su interés le haría olvidar el de su príncipe, responderé que un monarca poderoso y valiente superará siempre esas dificultades, ya dando esperanzas a sus gobernados de que el mal no durará mucho, ya amenazándoles con las represalias y crueldades que cometería el enemigo, ya, en fin, poniendo a buen recaudo a aquellos súbditos que le pareciesen muy osados en sus quejas. Aparte lo cual, habiendo el enemigo, desde su llegada, incendiado y devastado el país, cuando estaban los sitiados en el ardor de la defensa, el príncipe debe abrigar tanta menos desconfianza después, cuanto que, pasados varios días, los ánimos se habrán enfriado, los males se habrán sufrido, los daños estarán hechos, y no quedará ya remedio alguno. Los ciudadanos entonces se unirán mejor a él, precisamente porque ha contraído con ellos una nueva obligación, a consecuencia de haberse arruinado sus casas y sus posesiones en defensa suya. La naturaleza de los hombres es de obligarse unos a otros, lo mismo por los beneficios que conceden que por los que reciben. De donde es preciso concluir que, considerándolo todo bien, no le es difícil a un príncipe prudente, desde el comienzo hasta el final de un sitio, conservar inclinados a su persona los ánimos de sus conciudadanos, si no les falta con qué vivir, ni con qué defenderse.

CAPÍTULO XI

DE LOS PRINCIPADOS ECLESIÁSTICOS

Réstame hablar ahora de los principados eclesiásticos, en cuya adquisición y posesión no existe ninguna dificultad, pues no se requiere al efecto, ni de valor, ni de buena fortuna. Tampoco su conservación y mantenimiento necesita de una de ambas cosas, o de las dos reunidas, por cuanto el príncipe se sostiene en ellos por ministerio de instituciones que, fundadas de inmemorial, son tan poderosas, y poseen tales propiedades, que la aferran a su Estado, de cualquier modo que proceda y se conduzca. Únicamente estos príncipes tienen Estados sin verse obligados a defenderlos. y súbditos, sin experimentar la molestia de gobernarlos. Los Estados, aunque indefensos, no les son arrebatados, y los súbditos, aun careciendo de Gobierno, no se preocupan de ello lo más mínimo, ni piensan en mudar de soberano en modo alguno y ni siquiera podrían hacerlo, por lo cual semejantes principados son los únicos en que reinan la prosperidad y la seguridad. Pero, como son gobernados por causas superiores, a que la razón no alcanza, los pasaré en silencio. ¿No habría temeridad presuntuosa en discurrir sobre unas soberanías establecidas y conservadas por Dios mismo? Sin embargo, alguien me preguntará la causa de que la Iglesia romana se haya elevado, aun en las cosas temporales, a tan superior grandeza como la que contemplamos hoy. Porque, antes del Papa Alejandro VI, la dominación pontificia era tan limitada que no ya los potentados italianos, sino el más modesto barón y el más humilde señor hacían escaso aprecio de ella en las cosas temporales, mientras que ahora arruina a Venecia y atemoriza a todo un rey de Francia, hasta el punto de echarle de la península. Y, por muy conocidos que estos hechos sean, no juzgo inútil representarlos con toda puntualidad.

Con anterioridad a la venida del monarca francés Carlos VIII a Italia, ésta se hallaba políticamente distribuida en cinco nacionalidades: Estados Pontificios, Venecia, reino de Nápoles, ducado de Milán y Florencia. Los soberanos de los tres últimos principados sólo cuidaban de dos cosas: que ningún extranjero trajese ejércitos a Italia, y que ninguno de los grupos políticos de ésta se engrandeciera a costa de los otros. Aquellos contra quienes más les importaba tomar tales precauciones, eran los venecianos y el Papa. Para contener a los venecianos se requería la unión de los demás grupos, y, para contener al Papa, los soberanos en cuestión se valían de los barones de Roma, que, por hallarse divididos en dos facciones, la de los Ursinos y la de los Colonnas, hallaban incesantes motivos de disputa y desenvainaban la espada unos contra otros a la vista misma del Pontífice, a quien inquietaban continuamente, de donde resultaba que la potestad temporal de la Santa Sede permanecía siempre débil y vacilante. Y, por más que a veces sobreviniese un Papa de recio temple, como Sixto IV, ni la energía ni el genio de alguno de estos excepcionales representantes suyos podían desembarazarle del obstáculo de referencia, a causa de la breve duración de su mandato. Sobre diez años, uno con otro, reinaba cada Papa y por muchas molestias que se tomaran, no les era posible abatir una de aquellas facciones. Si uno de ellos, por ejemplo, conseguía extinguir la de los Colonnas, otro la resucitaba, por ser enemigo de los Ursinos, no quedándole ya suficiente tiempo para aniquilarlos después, con lo que sucedía que hacían poco caso de las fuerzas temporales del Papa en Italia. Pero se presentó Alejandro VI, el cual, mejor que sus predecesores, demostró hasta qué punto le era dable a un Papa, con su dinero y con sus fuerzas, triunfar de los demás príncipes. Tomando por instrumento a su hijo César Borgia, duque de Valentinois, y aprovechando la ocasión del paso de los franceses, ejecutó cuantas cosas llevo referidas al hablar de las acciones de dicho duque. Bien que su intención no hubiese sido aumentar los dominios de la Iglesia, sino únicamente proporcionar otros grandísimos a su hijo, ocasionó el engrandecimiento del Papa, que a la muerte del duque, heredó el fruto de sus guerras. Cuando luego advino Julio II al Solio Pontificio, encontró a la Iglesia muy poderosa y en posesión de toda la Romaña. Los barones de Roma carecían de fuerza, porque Alejandro VI, con los diferentes modos de lograr la derrota de sus facciones, los había destruido. Julio II halló también abierto el camino para atesorar, por algunos medios que Alejandro VI no había puesto en práctica nunca. No sólo siguió el curso trazado por éste, sino que, además, formó el designio de conquistar a Bolonia, reducir a los venecianos y arrojar de Italia a los franceses, empresas todas que le salieron bien, y con tanta más gloria para él mismo, cuanto que llevaban la mira de acrecentar el patrimonio de la Iglesia, y no el de ningún particular. Amén de esto, mantuvo las facciones de los Ursinos y de los Colonnas en los mismos términos en que las halló, y, aunque había en ellas algunos jefes capaces de turbar el Estado, permanecieron sumisos, porque les tenía espantado el poder de la Iglesia, y no había, en el Sacro Colegio, cardenales que fuesen de sus familias, lo que era causa de sus disensiones. Tales facciones no se sosegarán mientras cuenten con algunos cardenales, por ser éstos los que mantienen, en Roma y fuera de ella, unos partidos que sus deudos se ven obligados a defender, y así es como las discordias y las guerras entre los barones dimanan de la ambición de dichos prelados. Por ende, al suceder León X a Julio II, halló al Papado elevado a un altísimo grado de dominación, y hay motivos para esperar que, si sus predecesores lo engrandecieron con las armas, el nuevo Pontífice lo engrandecerá más aún, y le hará venerar, con su ingenio, con su cultura, con su bondad y con las infinitas virtudes que sobresalen en su persona.

CAPÍTULO XII

DE LAS DIFERENTES CLASES DE MILICIA Y DE LOS SOLDADOS MERCENARIOS

Después de haber hablado en particular de todas las especies de principados, sobre las cuales me había propuesto discurrir, considerando, en algunos aspectos, las causas de su buena o mala constitución y mostrando los medios con que muchos soberanos trataron de adquirirlos y de conservarlos, me resta ahora reflexionar acerca de los ataques y de las defensas que pueden ocurrir en cada uno de los Estados de que llevo hecha mención. Porque los principales fundamentos de todos los Estados, ya antiguos, ya nuevos, ya mixtos, están en las armas y en las leyes, y, como no se conciben leyes malas a base de armas buenas, dejaré a un lado las leyes y me ocuparé de las armas. Empero, las armas con que un príncipe defiende su Estado pueden ser tropas propias, o mercenarias, o auxiliares, o mixtas, y me ocuparé por separado de cada una de ellas. Las mercenarias y auxiliares son inútiles y peligrosas. Si un príncipe apoya su Estado en tropas mercenarias, no se hallará seguro nunca, por cuanto esas tropas, carentes de unión, ambiciosas, indisciplinadas, infieles, fanfarronas en presencia de los amigos y cobardes frente a los enemigos, no tienen temor de Dios, ni buena fe con los hombres. Si un príncipe, con semejantes tropas, no queda vencido, es únicamente cuando no hay todavía ataque. En tiempo de paz, despojan al príncipe, y, en el de guerra, dejan que le despojen sus enemigos. Y la causa de esto es que no hay más amor, ni más motivo que las apegue al príncipe, que su escaso sueldo, el cual no basta para que se resuelvan a morir por él. Se acomodan a ser soldados suyos, mientras no hacen la guerra. Pero si ésta sobreviene, huyen y quieren retirarse.

No me costaría mucho trabajo persuadir a nadie de lo que acabo de decir, puesto que la ruina de Italia en estos tiempos proviene de que, por espacio de muchos años, delegó confiadamente su defensa en tropas mercenarias, que lograron, en verdad, algunos triunfos en favor de tal o cual príncipe peninsular, y que se mostraron valerosas contra varias tropas del país, pero que a la llegada del extranjero manifestaron lo que realmente eran, valían y significaban. Por eso Carlos VIII, rey de Francia, halló la facilidad de tomar a Italia con greda, y quien dijo que nuestros pecados fueron la causa de ello, dijo verdad, y tuvo razón, pero no fueron los pecados que él creía, sino los que llevo mencionados. Y como estos pecados caían sobre la cabeza de los príncipes, sobre ellos también recayó el castigo.

Quiero demostrar todavía mejor la desgracia que el uso de semejante especie de tropas acarrea. O los capitanes mercenarios son hombres excelentes, o no lo son. Si lo son, no puede el príncipe fiarse de ellos, porque aspiran siempre a elevarse a la grandeza, sea oprimiéndole a él, que es dueño suyo, sea oprimiendo a los otros contra sus intenciones, y, si el capitán no es un hombre de valor, causa comúnmente su ruina. Y por si alguien replica que todo capitán que mande tropas procederá del mismo modo, sea o no mercenario, mostraré cómo las tropas mercenarias deben emplearse por un príncipe o por una república. El príncipe debe ir en persona a su frente, y practicar por sí mismo el oficio de capitán. La república debe enviar a uno de sus ciudadanos para mandarlas, y, si desde las primeras acciones de guerra no manifiesta bélica capacidad, debe reemplazársele por otro. Si, por el contrario, se manifiesta apto marcialmente, conviene que la república le contenga por medio de sabias leyes, para impedirle pasar del punto que se le haya fijado. La experiencia enseña que únicamente los príncipes que poseen ejércitos propios y las repúblicas que gozan del mismo beneficio, triunfan con facilidad, en tanto que los príncipes y las repúblicas que se apoyan sobre ejércitos mercenarios, no experimentan más que reveses. Por otra parte, una república cae menos fácilmente bajo el yugo del ciudadano que manda, y que quisiera esclavizarla, cuando está armada con sus propias armas que cuando no dispone más que de ejércitos extranjeros. Roma y Esparta se conservaron libres con sus propias armas por espacio de muchos siglos, y los suizos, que están armados de la misma manera, se mantienen también libres en alto grado. Por lo que mira a los inconvenientes de los ejércitos mercenarios de la antigüedad, tenemos el ejemplo de los cartagineses, que, después de la primera guerra con los romanos, acabaron siendo sojuzgados por sus soldados a sueldo, no obstante ser cartagineses los capitanes. Habiendo sido Filipo de Macedonia nombrado capitán de los tebanos, a la muerte de Epaminondas, los llevó al triunfo, es cierto, pero a continuación del triunfo, los esclavizó. Constituidos los milaneses en república, tras el fallecimiento del duque Felipe Visconti, emplearon contra los venecianos a Francisco Sforcia y a sus tropas, pagándoles. Sforcia, luego que hubo vencido a los venecianos en Caravagio, se unió con ellos contra los milaneses, que, sin embargo, eran sus amos. Cuando el otro Sforcia, padre de Francisco, estaba a sueldo de la reina de Nápoles, la abandonó de repente, y ella quedó tan desarmada, que, para no perder su trono, se vio precisada a echarse en los brazos del monarca de Aragón.

Si los venecianos y los florentinos extendieron su dominación con armas alquiladas, durante los años últimos, y si los capitanes de esas armas no se hicieron príncipes de Venecia y con ellos se defendieron bien ambos pueblos, el de Florencia, que tuvo más particularmente esta. dicha, debe dar gracias a la suerte, que de manera singularísima le favoreció. Entre aquellos valerosos capitanes, que podían ser temibles, unos no tuvieron la dicha de haber ganado batallas, otros encontraron obstáculos insuperables en su ruta, y algunos orientaron hacia otra parte su ambición. En el número de los primeros se contó Juan Acat, capitán inglés, que, al frente de cuatro mil hombres de su nación, peleó por cuenta de los gibelinos de Toscana, y sobre cuya fidelidad no cabe formar juicio, por no haber salido vencedor. Pero convendrá todo el mundo en que, si hubiese salido, los florentinos habrían quedado a su discreción. Si Jacobo Sforcia no invadió los Estados que le tenían a sueldo, provino de que encontró siempre frente a si a los Braceschis, que le contenían a la vez que él les contenía también a ellos. Por último, si Francisco Sforcia (que ya vimos destruyó la república de Milán y se hizo proclamar allí duque) orientó eficazmente su ambición hacia la Lombardía, dependió de que Bracio dirigía la suya hacia los dominios de la Iglesia y hacia Nápoles, contra cuya reina, Juana II, peleó, después de haberse apoderado de Perusa y de Montona, en los Estados Pontificios. Pero volvamos a hechos más cercanos a nosotros, y tomemos la época en que los florentinos eligieron por capitán suyo a Pablo Vitelli, varón habilísimo y que había adquirido grande reputación, a pesar de que naciera en condición vulgar. ¿Quién negará que, si se hubiera apoderado de Pisa, sus soldados, por muy florentinos que fuesen, habrían tenido por conveniente continuar a su lado? Si hubiera pasado a sueldo del enemigo, no habría sido posible remediar cosa alguna, puesto que, habiéndole conservado por capitán, era natural que le obedeciesen sus tropas.

Si se consideran los progresos conseguidos por los venecianos se verá que obraron con seguridad y con gloria, mientras ellos mismos hicieron la guerra, no intentando nada contra la tierra firme y dejando a su nobleza el cuidado de pelear valerosamente con hombres del pueblo bajo armado. Pero, cuando se pusieron a luchar en tierra firme, siguieron los estilos del resto de Italia, se sirvieron de legiones pagadas, y perdieron todo su valor. Al comienzo de su adquisición, no desconfiaron mucho de aquellas tropas mercenarias, porque no poseían entonces, en tierra firme, un país considerable, y porque gozaban todavía de respetable reputación. Mas luego que se hubieron engrandecido bajo el mando del capitán Carmagnola, advirtieron muy pronto el error en que habían incurrido. Viendo a aquel hombre, tan valiente como hábil, dejarse derrotar, al defenderles contra el duque de Milán, su soberano natural, y sabiendo, además que en tal guerra se conducía con tibieza, comprendieron que ya no podrían triunfar con él. Pero, como hubieran corrido el riesgo de perder lo adquirido, si hubiesen licenciado a dicho capitán, que se habría pasado al servicio del enemigo, y como, por otra parte, la prudencia no les permitía dejarle en su puesto, tomaron la resolución de hacerle perecer, para conservar lo ganado. Tuvieron después por capitanes a Bartolomé Coleoni de Bérgamo, a Roberto de San Severino, al conde de Pitigliano y a otros semejantes, que les auguraban menos ganancias que pérdidas, como sucedió en Vaila, donde, en una sola batalla, fueron despojados de adquisiciones que les habían costado ochocientos años de enormes fatigas.

Deduzco de todo ello que con tropas mercenarias las conquistas son lentas, tardías, limitadas, y los fracasos bruscos, repentinos e inmensos. Y ya que estos ejemplos me han conducido a hablar de Italia, en que hace muchos años que se utilizan semejantes tropas, quiero tomar de más arriba lo que le concierne, a fin de que, habiendo dado a conocer su origen y su desarrollo, pueda reformarse mejor su uso. Desde luego, hay que traer a la memoria cómo, en los pasados siglos, Italia, después de echar de su seno al emperador de Alemania, y ver al Papa adquirir una gran dominación temporal dentro de ella, se encontró dividida en varios Estados. En las ciudades más importantes se armó el pueblo contra los nobles, quienes, favorecidos al comienzo por el emperador, oprimían a los restantes ciudadanos, mientras que el Papa auxiliaba aquellas rebeliones de la plebe, para adquirir valimiento en las cosas terrenas. En otras muchas ciudades se elevaron diversos individuos a la categoría de príncipes suyos. Con ello cayó casi toda Italia bajo el poder de los Papas, sin más excepción que algunas repúblicas, y no estando habituados, ni los Pontífices, ni los cardenales, a la profesión de las armas, hubieron de tomar a sueldo tropas extranjeras. El primer capitán que puso en crédito a estas tropas fue el romañol Alberico de Como, en cuya escuela se formaron, entre otros varios, aquel Bracio y aquel Sforcia, que fueron después los árbitros de Italia. Tras ellos vinieron todos aquellos otros capitanes que hasta nuestros días mandaron los ejércitos de nuestra vasta península, y el resultado de su valor fue que, a pesar de él, nuestro hermoso país pudo ser recorrido libremente por Carlos VIII, tomado por Luis XII, sojuzgado por Fernando el Católico e insultado por los suizos. El método seguido por tales capitanes consistía principalmente en privar de toda consideración a la infantería. Y obraban así porque, no poseyendo Estado alguno, no podían alimentar y sostener a muchos hombres de a pie, y, por ende, la infantería no les procuraba gran renombre. Preferían la caballería, cuya cantidad estaba en proporción con los recursos del país que había de mantenerla, y en el que era tanto más honrada cuanto más fácil resultaba su satisfactoria sustentación. Las cosas llegaron hasta el punto de que, en un ejército de veinte mil hombres, no se contaban dos mil infantes. Además, se habían esforzado todo lo posible para desterrar de sus soldados y de sí mismos las penalidades y el miedo, introduciendo el uso de no matar en las refriegas, y limitándose a hacer prisioneros sin degollarlos. De noche, los de las tiendas no iban a acampar en las tierras, y los de las tierras no volvían a las tiendas. No hacían fosas, ni empalizadas alrededor de su campo, y no moraban allí durante el invierno. Todas estas cosas, permitidas por la disciplina militar de los referidos capitanes, las imaginaron éstos para ahorrarse fatigas y peligros. Pero, con semejantes precauciones, condujeron a Italia a la esclavitud y al envilecimiento.

CAPÍTULO XIII

DE LOS SOLDADOS AUXILIARES, MIXTOS Y MERCENARIOS

Las armas de ayuda que he contado entre las inútiles, son las que un príncipe presta a otro para socorrerle y para defenderle. Así, en estos últimos tiempos, habiendo hecho el papa Julio II una desacertada prueba de las tropas mercenarias en el ataque de Ferrara, convino con Fernando, rey de España, que éste iría a incorporársele con su ejército. Tales armas pueden ser útiles y buenas en si mismas, pero resultan infaustas siempre para el que las llama, porque, si pierde la batalla, queda derrotado, y, si la gana, se constituye en algún modo en prisionero de quien le auxilió. Aunque las historias antiguas se hallan llenas de ejemplos que demuestran tan clara verdad quiero detenerme en el de Julio II que está todavía muy reciente. Si el partido que tomó de ponerse por entero en manos de un extranjero para conquistar a Ferrara no le fue funesto es que su buena fortuna engendró una tercera causa que le preservó de los efectos de tan mala determinación. Habiendo sido derrotados sus auxiliares en Ravena, los suizos que sobresalieron contra su esperanza y la de todos los demás desalojaron a los franceses que habían obtenido la victoria. No quedó hecho prisionero de sus enemigos por la sencilla razón de que éstos habían emprendido la fuga, ni de sus auxiliares porque él había vencido realmente, pero con armas distintas de las de ellos. Los florentinos que se encontraban sin ejército en absoluto llamaron a diez mil franceses para acuciarlos a apoderarse de Pisa y esta resolución les hizo correr más riesgos que jamás se les hubieran presentado en empresa marcial alguna. Queriendo el emperador de Constantinopla oponerse a sus vecinos envió a Grecia diez mil turcos, los cuales, acabada la guerra, no quisieron ya salir de allí, y éste fue el principio de la sujeción de los griegos al yugo de los infieles.

Únicamente el que no quiere habilitarse para vencer es capaz de valerse de semejantes armas, que miro como mucho más peligrosas que las mercenarias. Cuando son vencidas, no por ello quedan todas menos unidas y dispuestas a obedecer a otros que al príncipe, mientras que las mercenarias, después de la victoria, necesitan de una ocasión favorable para atacarle, por no formar todas un mismo cuerpo. De otra parte, hallándose reunidas y pagadas por el príncipe, el tercero a quien éste ha conferido el mando suyo no puede adquirir sobre ellas autoridad tan suficiente y tan súbita que le sea fácil disponerlas inmediatamente para atacarle. Si la cobardía es lo que más debe temerse en las tropas mercenarias, lo más temible en las auxiliares es la valentía. Pero un príncipe sabio evitará siempre valerse de unas y de otras y recurrirá a sus propias armas, prefiriendo perder con ellas a ganar con las ajenas. No miro jamás como un triunfo real el que se logra con las armas de otros. No titubearé nunca en citar, sobre esta materia, a César Borgia, y en traer a colación su conducta en semejante caso. Entró con armas auxiliares en la Romaña conduciendo a ella las tropas francesas con que tomó a Imola y a Forli. Pero, no pareciéndole seguras tales armas, y juzgando que había menos peligro en servirse de las mercenarias, tomó a sueldo las de los Ursinos y de los Vitelis. Mas, como no tardase en notar que éstas obraban de un modo sospechoso e infiel, se deshizo de ellas y recurrió a armas que fuesen suyas propias. Puede apreciarse fácilmente la diferencia que hubo entre la reputación de César Borgia sostenido por los Ursinos y los Vitelis, y la que granjeó no bien se quedó con sus propios soldados, y no se apoyó más que en sí mismo. Esto resultó muy superior a lo precedente, y no se le estimó en el respecto militar más que cuando se vio que era poseedor absoluto de las armas que empleaba.

Aunque no he querido desviarme de los ejemplos italianos tomados de una época inmediata a la nuestra, no olvidaré por ello a Hieron de Siracusa, del que ya anteriormente hice mención. Desde que, como queda dicho, le eligieron los siracusanos por jefe de su ejército, conoció al punto que no le era útil la tropa mercenaria, por ser sus capitanes los que fueron capitanes de Italia posteriormente; y, al comprender que no podía conservarlos, ni licenciarlos, tomó la resolución de destruirlos, e hizo después la guerra con propias armas, y nunca ya con las ajenas. Y todavía quiero traer a la memoria un episodio del Antiguo Testamento, que guarda relación con mi asunto. Me refiero al ofrecimiento hecho a Saúl por David de ir a pelear contra el filisteo Goliat. Para darle alientos, Saúl revistió a David con su real armadura. Pero el arriesgado mancebo, después de habérsela puesto, la desechó, diciendo que, cargado así, no podía servirse libremente de sus propias fuerzas, y que prefería acometer al gigante fanfarrón con su honda y con su palo. Símbolo hermoso es éste del príncipe que toma ajenas armaduras. O se le caen de los hombros, o le pesan mucho, o le aprietan y le embarazan.

Carlos VII, padre de Luis XI, apenas con su valor y con su fortuna hubo librado a Francia de la presencia de los ingleses, experimentó la necesidad de disponer de armas que fuesen suyas, y quiso que hubiera caballería e infantería en su reino. Su hijo Luis XI suprimió la infantería, y tomó a sueldo suizos. Imitada esta falta por sus sucesores, ahora (en este año de 1615) es cuando vemos la causa de los peligros en que el reino se halla. Al dar cierta importancia a los suizos, desalentó a su propio ejército, y al prescindir por completo de la infantería, puso bajo la dependencia de las armas ajenas su propia caballería. Acostumbrada ésta a luchar con el socorro de los suizos, creyó no poder ya vencer sin ellos. De donde resulta que los franceses no bastan para pelear contra los suizos, y que, sin el auxilio de éstos, no intentan nada contra nadie.

Los ejércitos de Francia se componen, pues, en parte, de sus armas propias y en parte de las mercenarias. Reunidas unas y otras valen más que si sólo fueran mercenarias o auxiliares, Pero un ejército así formado es inferior con mucho a lo que sería si se compusiese de armas francesas únicamente. Y este ejemplo basta, porque el reino de Francia se contaría entre los invencibles, si se hubiera acrecentado, o a lo menos conservado, la institución militar de Carlos VII. Pero a menudo cualquier cosa que los hombres establecen, fundados en algún bien que augura, esconde en sí misma un funestísimo veneno, como insinué antes, al comparar el caso con el del proceso patológico de la tisis. Por lo cual, el que, estando al frente de un principado, no descubre el mal en su raíz, ni lo advierte hasta que se manifiesta, no es verdaderamente sabio. Pero semejante perspectiva se ha concedido a pocos príncipes y si, recurriendo a un nuevo ejemplo, queremos buscar el origen de la ruina del imperio romano, encontraremos que su fecha data del momento en que empezó a tomar godos a sueldo, puesto que desde entonces comenzaron a enervarse sus fuerzas, y cuanto vigor se le hacía perder redundaba en beneficio de aquellos soldados mercenarios.

Infiero de lo dicho que ningún principado puede estar seguro, cuando no tiene armas que le pertenezcan en propiedad. Hay más, y es que depende enteramente de la suerte ciega, por carecer de la valentía patriótica que se requiere para defenderse en la adversidad. Opinión y máxima de los políticos sabios fue siempre que nada es tan débil ni tan vacilante como la reputación de una potencia que no esté fundada en las fuerzas propias. Son éstas las que se componen de soldados y de ciudadanos, hechuras del príncipe, y todas las demás son mercenarias o auxiliares. En cuanto a la manera de crearse armas propias, es fácil de hallar, con sólo examinar las instituciones de que antes hablé, y considerar cómo Filipo, padre de Alejandro, igualmente que otros príncipes y muchas repúblicas, se formaron ejércitos, y los ordenaron. Sobre esta materia remito por entero a sus constituciones.

CAPÍTULO XIV

DE LAS OBLIGACIONES DEL PRÍNCIPE EN LO CONCERNIENTE AL ARTE DE LA GUERRA

El príncipe no ha de tener otro objeto, ni abrigar otro propósito, ni cultivar otro arte, que el que enseña, el orden y la disciplina de los ejércitos, porque es el único que se espera ver ejercido por el que manda. Este arte encierra utilidad tamaña, que no solamente mantiene en el trono a los que nacieron príncipes, sino qué también hace subir con frecuencia a la clase de tales a hombres de condición. privada. Por una razón opuesta, sucedió que varios príncipes, que se ocupaban más en las delicias de la vida que en las cosas militares, perdieron sus Estados. La primera causa que haría a un príncipe perder el suyo, sería abandonar el arte de la guerra, como la causa que hace adquirir un reino al que no lo tenía, es sobresalir en ese arte. Se mostró superior en ello Francisco Sforcia, por el solo hecho de que no siendo más que un simple particular, llegó a ser duque de Milán, mientras que sus hijos, por haber renunciado a las fatigas e incomodidades de la profesión de las armas, de duques que eran, pasaron a ser simples particulares.

Entre las demás raíces del mal que acaecerá a un príncipe si por sí mismo no ejercita el oficio de las armas, debe contarse el menosprecio que habrán concebido contra su persona, lo cual es una de aquellas infamantes notas de que debe preservarse siempre, como se dirá más adelante al hablar de aquellas otras que pueden serle útiles. Entre el que es guerrero y el que no lo es, no hay ninguna proporción. La razón y la experiencia nos enseñan que el hombre que se halla armado no obedece con gusto al que está desarmado, que el amo desarmado no se encuentra seguro entre sirvientes armados. Con el desdén que late en el corazón del uno y la sospecha que el ánimo del otro abriga, no es posible que lleven a cabo juntos buenas operaciones.

Amén de las demás calamidades que se atrae un príncipe que no entiende nada de la guerra, existe la de no ser estimado de sus soldados, ni poder fiarse de ellos. El príncipe no debe cesar de ocuparse en el ejercicio de las armas, dándose a ellas más en los tiempos de paz que en los de guerra, y pudiendo hacerlo de dos modos: el uno, con acciones, y el otro, con pensamientos. En cuanto a sus acciones, debe no solamente tener bien ordenadas y ejercitadas a sus tropas, sino también ir a menudo de caza, con la que, por una parte, acostumbra su cuerpo a la fatiga, y por otra aprende a conocer la calidad de los sitios, el declive de las montañas, la entrada de los valles, la situación de las llanuras, la naturaleza de los ríos y de los lagos, y éste es un estudio en que debe poner la mayor atención. Porque conocimientos semejantes le son útiles por dos conceptos. En primer lugar, dándole a conocer el país, le sirven para defenderlo mejor, y, además, cuando ha frecuentado mucho los lugares, comprende fácilmente lo que debe ser otro país que no tenga a la vista, y en el que aún no haya combinado operaciones militares. Los sitios, las montañas, los valles, las llanuras, los ríos y los lagos de la Toscana ofrecen con los de otros países cierta semejanza, que hace que, por medio del conocimiento de una provincia, se puedan conocer fácilmente las otras.

El príncipe que carece de esta ciencia práctica, no posee el primero de los talentos necesarios a un capitán, porque ella enseña a hallar al enemigo, a tomar alojamiento, a conducir los ejércitos, a dirigir las batallas, a talar con acierto un territorio. Entre las alabanzas que los escritores antiguos prodigaron a Filopemenes rey de los acayos, la mayor fue la de no haber pensado nunca, aun en tiempo de paz, más que en los diversos modos de hacer la guerra. Cuando se paseaba con sus amigos por el campo, se paraba a menudo, y discurría con ellos sobre cualquier supuesto táctico, diciendo: “Si los enemigos se hallasen en aquella colina y nosotros nos encontrásemos aquí con nuestro ejército, de parte de quién estaría la superioridad? Cómo se podría ir seguramente contra ellos, observando las reglas de la táctica? Cómo convendría darles alcance, si se retiraran?” Les proponía, andando, todos los casos en que puede hallarse un ejército, oía sus pareceres, emitía el suyo, y lo corroboraba con buenas razones, de suerte que por tener continuamente ocupado su ánimo en lo que concierne al arte de la guerra, nunca, al conducir a sus tropas, había sido sorprendido por un accidente para el que no hubiese preparado de antemano el remedio oportuno.

El príncipe, para ejercitar su espíritu, debe leer las historias, y, al contemplar las acciones de los varones insignes, debe notar particularmente cómo se condujeron en las guerras, examinando las causas de sus victorias, a fin de conseguirlas él mismo, y las de las derrotas, a fin de no experimentarlas. Debe, sobre todo, como lo hicieron ellos, escoger entre los antiguos héroes, cuya gloria se celebró más, un modelo cuyas proezas estén siempre presentes en su ánimo: Alejandro Magno imitaba a Aquiles; César seguía a Alejandro y Escipión caminaba tras las huellas de Ciro. Cualquiera que lea la vida de este último, escrita por Jenofonte, reconocerá cuántos triunfos obtuvo Escipión por haber calcado su conducta con la de Ciro, no sólo en cuanto a la valentía, la destreza, la disciplina y el arrojo, más también respecto de la continencia, la afabilidad, la humanidad y la liberalidad, que, según el autor griego, resplandecieron en el monarca persa. En síntesis: de acuerdo con las reglas que debe observar un príncipe sabio, éste, lejos de permanecer ocioso en tiempo de paz, ha de formarse entonces un copioso caudal de recursos bélicos, que puedan serle de provecho en la adversidad, a fin de que, si la fortuna se le torna contraria, se halle dispuesto a resistírsele.

CAPÍTULO XV

DE LAS COSAS POR LAS QUE LOS HOMBRES, Y ESPECIALMENTE LOS PRÍNCIPES, SON ALABADOS O CENSURADOS

Conviene ahora ver cómo debe conducirse un príncipe con sus amigos y con sus súbditos. Muchos escribieron ya sobre esto, y, al tratarlo yo con posterioridad, no incurriré en defecto de presunción, pues no hablaré más que con arreglo a lo que sobre esto dijeron ellos. Siendo mi fin hacer indicaciones útiles para quienes las comprendan, he tenido por más conducente a este fin seguir en el asunto la verdad real, y no los desvaríos de la imaginación, porque muchos concibieron repúblicas y principados, que jamás vieron, y que sólo existían en su fantasía acalorada. Hay tanta distancia entre saber cómo viven los hombres, y cómo debieran vivir, que el que para gobernarlos aprende el estudio de lo que se hace, para deducir lo que sería más noble y más justo hacer, aprende más a crear su ruina que a reservarse de ella, puesto que un príncipe que a toda costa quiere ser bueno, cuando de hecho está rodeado de gentes que no lo son no puede menos que caminar hacia un desastre. Por en e, es necesario que un príncipe que desee mantenerse en su reino, aprenda a no ser bueno en ciertos casos, y a servirse o no servirse de su bondad, según que las circunstancias lo exijan.

Dejando, pues, a un lado las utopías en lo concerniente a los Estados, y no tratando más que de las cosas verdaderas y efectivas, digo que cuantos hombres atraen la atención de sus prójimos, y muy especialmente los príncipes, por hallarse colocados a mayor altura que los demás, se distinguen por determinadas prendas personales, que provocan la alabanza o la censura. Uno es mirado como liberal y otro como miserable, en lo que me sirvo de una expresión toscana, en vez de emplear la palabra avaro, dado que en nuestra lengua un avaro es también el que tira a enriquecerse con rapiñas, mientras que llamamos miserable únicamente a aquel que se abstiene de hacer uso de lo que posee. Y para continuar mi enumeración añado: uno se reputa como generoso, y otro tiene fama de rapaz; uno pasa por cruel, y otro por compasivo; uno por carecer de lealtad, y otro por ser fiel a sus promesas; uno por afeminado y pusilánime, y otro por valeroso y feroz; uno por humano, y otro por soberbio; uno por casto, y otro por lascivo; uno por dulce y flexible, y otro por duro e intolerable; uno por grave, y otro por ligero; uno por creyente y religioso, y otro por incrédulo e impío, etc.

Sé (y cada cual convendrá en ello) que no habría cosa más deseable y más loable que el que un príncipe estuviese dotado de cuantas cualidades buenas he entremezclado con las malas que le son opuestas. Pero como es casi imposible que las reúna todas, y aun que las ponga perfectamente en práctica, porque la condición humana no lo permite, es necesario que el príncipe sea lo bastante prudente para evitar la infamia de los vicios que le harían perder su corona, y hasta para preservarse, si puede, de los que no se la harían perder. Si, no obstante, no se abstuviera de los últimos, quedaría obligado a menos reserva, abandonándose a ellos. Pero no tema incurrir en la infamia aneja a ciertos vicios si no le es dable sin ellos conservar su Estado, ya que, si pesa bien todo, hay cosas que parecen virtudes, como la benignidad y la clemencia, y, si las observa, crearán su ruina, mientras que otras que parecen vicios, si las practica, acrecerán su seguridad y su bienestar.

CAPÍTULO XVI

DE LA LIBERALIDAD Y DE LA MISERIA

Comenzando por la primera de estas prendas, reconozco cuán útil resultaría al príncipe ser liberal. Sin embargo, la liberalidad que impidiese le temieran, le sería perjudicial en grado sumo. Si la ejerce con prudencia y de modo que no lo sepan no incurrirá por ello en la infamia del vicio contrario. Pero, como el que quiere conservar su reputación de liberal no puede abstenerse de parecer suntuoso, sucederá siempre que un príncipe que aspira a semejante gloria, consumirá todas sus riquezas en prodigalidades, y al cabo, si pretende continuar pasando por liberal, se verá obligado a gravar extraordinariamente a sus súbditos, a ser extremadamente fiscal, y a hacer cuanto sea imaginable para obtener dinero, Ahora bien: esta conducta comenzará a tornarlo odioso a sus gobernados, y, empobreciéndose así más y más, perderá la estimación de cada uno de ellos, de tal suerte que después de haber perjudicado a muchas personas para ejercitar una liberalidad que no ha favorecido más que a un cortísimo número de ellas, sentirá vivamente la primera necesidad y peligrará al menor riesgo. Y, si reconoce entonces su falta, y quiere mudar de conducta, se atraerá repentinamente el oprobio anejo a la avaricia.

No pudiendo, pues, un príncipe, sin que de ello le resulte perjuicio, ejercer la virtud de la liberalidad de un modo notorio, debe, si es prudente, no inquietarse de ser notado de avaricia, porque con el tiempo le tendrán más y más por liberal, cuando observen que, gracias a su parsimonia, le bastan sus rentas para defenderse de cualquiera que le declare la guerra, y para acometer empresas, sin gravar a sus pueblos. Por tal arte, ejerce la liberalidad con todos aquellos a quienes no toma nada, y cuyo número es inmenso, al paso que no es avaro más que con aquellos a quienes no da nada, y cuyo número es poco crecido. ¿Por ventura no hemos visto, en estos tiempos, que solamente los que pasaban por avaros lograron grandes cosas, y que los pródigos quedaron vencidos? El Papa Julio II, después de haberse servido de la fama de liberal para llegar al Pontificado, no pensó posteriormente (especialmente al habilitarse para pelear contra el rey de Francia) en conservar ese renombre. Sostuvo muchas guerras, sin imponer un solo tributo extraordinario, y su continua economía le suministró cuanto era necesario para gastos superfluos. El actual monarca español (Fernando, rey de Aragón y de Castilla) no habría llevado a feliz término tan famosas empresas, ni triunfado en tantas ocasiones, si hubiera sido liberal. Así, un príncipe que no quiera verse obligado a despojar a sus gobernados, ni que le falte nunca con qué defenderse, ni sufrir pobreza y miseria, ni necesitar ser rapaz, debe temer poco incurrir en la reputación de avaro, puesto que su avaricia es uno de los vicios que aseguran su reinado. Si alguien me objetara que César consiguió el imperio con su liberalidad y que otros muchos llegaron a puestos elevadísimos porque pasaban por liberales, le respondería yo que, o estaban en camino de adquirir un principado o lo habían adquirido ya. En el primer caso, hicieron bien en pasar por liberales, y, en el segundo, les hubiese sido perniciosa la liberalidad. César era uno de los que querían conseguir el principado de Roma. Pero, si hubiera vivido algún tiempo después de haberlo logrado, y no moderado sus dispendios costosos, habría destruido el imperio.

¿Esforzarán que con sus ejércitos hicieron grandes cosas, y que tenían, sin embargo, nombradía de muy liberales?. Replico que, o el príncipe dispersa sus propios bienes y los de sus súbditos, o dispone de los bienes ajenos. En el primer caso, debe ser económico, y, en el segundo, no debe omitir ninguna especie de liberalidad. El príncipe que, con sus ejércitos, va a efectuar saqueos y a llenarse de botín, y a apoderarse de los caudales de los vencidos, está obligado a ser pródigo con sus soldados, que no le seguirían sin ese estímulo. Puede entonces mostrarse ampliamente generoso, puesto que da lo que no es suyo, ni de sus soldados, como lo hicieron Ciro, Alejandro, César, y ese dispendio que en semejante ocasión hace con los bienes ajenos, lejos de dañar a su reputación, le agrega una más resaltante. Lo único que puede perjudicarle es gastar sus propios bienes, porque nada hay que agote tanto como la liberalidad desmedida. Mientras la ejerce, pierde poco a poco la facultad misma de ejercerla, se torna pobre y despreciable, y, cuando quiere evitar su ruina total por la tacañería, se hace rapaz y odioso. Ahora bien; uno de los inconvenientes mayores de que un príncipe ha de precaverse es el de ser menospreciado aborrecido. Y, conduciendo a ello la liberalidad, concluyo que la mejor sabiduría es no temer la reputación de avaro, que no produce más que infamia sin odio, antes que verse, por el gusto de gozar renombre de liberal, en el brete de incurrir en la nota de rapacidad, cuya infamia va acompañada siempre del odio público.

CAPÍTULO XVII

DE LA CLEMENCIA Y DE LA SEVERIDAD, Y SI VALE MAS SER AMADO QUE TEMIDO

Descendiendo a las otras prendas de que he hecho mención, digo que todo príncipe ha de desear que se le repute por clemente y no por cruel. Advertiré, sin embargo, que debe temer en todo instante hacer mal uso de su demencia. César Borgia pasaba por cruel, y su crueldad, no obstante, reparó los males de la Romaña, extinguió sus divisiones, restableció allí la paz, y consiguió que el país le fuese fiel. Si profundizamos bien su conducta, veremos que fue mucho más clemente que lo fue el pueblo florentino cuando permitió la ruina de Pistoya, para evitar la reputación de crueldad en orden a las familias Panciatici y Cancellieri, que tenían a la ciudad dividida en dos partidos y enteramente asolada con sus contiendas. Y es que al príncipe no le conviene dejarse llevar por el temor de la infamia inherente a la crueldad, si necesita de ella para conservar unidos a sus gobernados e impedirles faltar a la fe que le deben, porque, con poquísimos ejemplos de severidad, será mucho más clemente que los que por lenidad excesiva toleran la producción de desórdenes, acompañados de robos y de crímenes, dado que estos horrores ofenden a todos los ciudadanos, mientras que los castigos que dimanan del jefe de la nación no ofenden más que a un particular. Por lo demás, a un príncipe nuevo le es dificilísimo evitar la fama de cruel, a causa de que los Estados nuevos están llenos de peligros. Virgilio disculpa la inhumanidad del reinado de Dido, observando que su Estado era un Estado naciente, puesto que hace decir a aquella soberana:

Res dura et regni novitus me talia cognut
Moliri, et late fines custode tueri.

Un tal príncipe no debe, sin embargo, creer con ligereza en el mal de que se le avisa, sino que debe siempre obrar con gravedad suma y sin él mismo atemorizarse. Su obligación es proceder moderadamente, con prudencia y aun con humanidad, sin que mucha confianza le haga confiado, y mucha desconfianza le convierta en un hombre insufrible. Y aquí se presenta la cuestión de saber si vale más ser temido que amado. Respondo que convendría ser una y otra cosa juntamente, pero que, dada la dificultad de este juego simultáneo, y la necesidad de carecer de uno o de otro de ambos beneficios, el partido más seguro es ser temido antes que amado.

Hablando in genere, puede decirse que los hombres son ingratos, volubles, disimulados, huidores de peligros y ansiosos de ganancias. Mientras les hacemos bien y necesitan de nosotros, nos ofrecen sangre, caudal, vida e hijos, pero se rebelan cuando ya no les somos útiles. El príncipe que ha confiado en ellos, se halla destituido de todos los apoyos preparatorios, y decae, pues las amistades que se adquieren, no con la nobleza y la grandeza de alma, sino con el dinero, no son de provecho alguno en los tiempos difíciles y penosos, por mucho que se las haya merecido. Los hombres se atreven más a ofender al que se hace amar, que al que se hace temer, porque el afecto no se retiene por el mero vínculo de la gratitud, que, en atención a la perversidad ingénita de nuestra condición, toda ocasión de interés personal llega a romper, al paso que el miedo a la autoridad política se mantiene siempre con el miedo al castigo inmediato, que no abandona nunca a los hombres. No obstante, el príncipe que se hace temer, sin al propio tiempo hacerse amar, debe evitar que le aborrezcan, ya que cabe inspirar un temor saludable y exento de odio, cosa que logrará con sólo abstenerse de poner mano en la hacienda de sus soldados y de sus súbditos, así como de despojarles de sus mujeres, o de atacar el honor de éstas. Si le es indispensable derramar la sangre de alguien, no debe determinarse a ello sin suficiente justificación y patente delito. Pero, en tal caso, ha de procurar, ante todo, no incautarse de los bienes de la víctima porque los hombres olvidan más pronto la muerte de su padre que la pérdida de su patrimonio. Si sus inclinaciones le llevasen a raptar la propiedad del prójimo, le sobrarán ocasiones para ello, pues el que comienza viviendo de rapiñas, encontrará siempre pretextos para apoderarse de lo que no es suyo, al paso que las ocasiones de derramar la sangre de sus gobernados son más raras, y le faltan más a menudo.

Cuando el príncipe esté con sus tropas y tenga que gobernar a miles de soldados, no debe preocuparle adquirir fama de cruel, ya que, sin esta fama no logrará conservar un ejército unido, ni dispuesto para cosa alguna. Entre las acciones más admirables de Aníbal, resalta la que, mandando un ejército integrado por hombres de los países más diversos, y que iba a pelear en tierra extraña, su conducta fue tal que en el seno de aquel ejército, tanto en la favorable como en la adversa fortuna, no hubo la menor disensión entre los soldados ni la más leve iniciativa de sublevación contra su jefe. Ello no pudo provenir sino de su despiadada inhumanidad, que, juntada a las demás dotes suyas, que eran muchas y excelentes, le hizo respetable por el terror para sus hombres de armas, y, sin su crueldad, no hubieran bastado las demás partes de su persona para obtener tal efecto. Poco reflexivos se muestran los escritores que, a la vez que admiran sus proezas, vituperan la causa principal que las produjo. Para convencerse de que las demás virtudes suyas le hubieran resultado insuficientes en última instancia, basta recordar el ejemplo de Escipión, hombre extraordinario si los hubo, no sólo en su tiempo, mas también en cuantas épocas sobresalientes conmemora la historia. En España, sus ejércitos se sublevaron contra él únicamente a causa de su mucha clemencia, que dejaba a sus guerreros más libertad que la que la disciplina militar podía permitir. De tan extremada clemencia le reconvino en pleno Senado, Favio, acusándolo de corruptor de la milicia romana, y alegando que destruidos los locrios por un lugarteniente de Escipión, éste no los había vengado, ni castigado siquiera la insolencia de dicho lugarteniente. Todo esto derivaba de su natural blando y flexible, que él llevó hasta el punto de que, al disculparse de ello en el Senado, dijo que muchos hombres sabían mejor no cometer faltas que corregir las de los demás. Si con semejante temperamento, hubiera conservado el mando, habría alterado a la larga su reputación y su nombradía. Pero, como laboró después bajo la fiscalización del Senado, desapareció de su carácter cualidad tan perniciosa, y aun la memoria que de ella se hacía, fue causa de que se convirtiese en gloria suya. De donde infiero que amando los hombres a su voluntad y temiendo a la del príncipe, debe el último, si es cuerdo, fundarse en lo que depende de él, no en lo que depende de los otros, y únicamente ha de evitar que se le aborrezca, como llevo dicho.

CAPÍTULO XVIII

DE QUE MODO DEBEN GUARDAR LOS PRÍNCIPES LA FE PROMETIDA

¡Cuán digno de alabanza es un príncipe cuando mantiene la fe que ha jurado, cuando vive de un modo íntegro y cuando no usa de doblez en su conducta! No hay quien no comprenda esta verdad, y, sin embargo, la experiencia de nuestros días muestra que varios príncipes, desdeñando la buena fe y empleando la astucia para reducir a su voluntad el espíritu de los hombres, realizaron grandes empresas, y acabaron por triunfar de los que procedieron en todo con lealtad. Es necesario que el príncipe sepa que dispone, para defenderse, de dos recursos: la ley y la fuerza. El primero es propio de hombres, y el segundo corresponde esencialmente a los animales. Pero como a menudo no basta el primero es preciso recurrir al segundo. Le es, por ende, indispensable a un príncipe hacer buen uso de uno y de otro, ya simultánea, ya sucesivamente. Tal es lo que con palabras encubiertas enseñaron los antiguos autores a los príncipes, cuando escribieron que muchos de ellos, y particularmente Aquiles, fueron confiados en su niñez al centauro Quirón, para que les criara y los educara bajo su disciplina. Esta alegoría no significa otra cosa sino que tuvieron por preceptor a un maestro que era mitad hombre y mitad bestia, o sea que un príncipe necesita utilizar a la vez o intermitentemente de una naturaleza y de la otra, y que la una no duraría, si la otra no la acompañara.

Desde que un príncipe se ve en la precisión de obrar competentemente conforme a la índole de los brutos, los que ha de imitar son el león y la zorra, según los casos en que se encuentre. El ejemplo del león no basta, porque este animal no se preserva de los lazos, y la zorra sola no es suficiente, porque no puede librarse de los lobos. Es necesario, por consiguiente, ser zorra, para conocer los lazos, y león, para espantar a los lobos; pero los que toman por modelo al último animal no entienden sus intereses. Cuando un príncipe dotado de prudencia advierte que su fidelidad a las promesas redunda en su perjuicio, y que los motivos que le determinaron a hacerlas no existen ya, ni puede, ni siquiera debe guardarlas, a no ser que consienta en perderse. Y obsérvese que, si todos los hombres fuesen buenos, este precepto sería detestable. Pero, como son malos, y no observarían su fe respecto del príncipe, si de incumplirla se presentara la ocasión, tampoco el príncipe está obligado a cumplir la suya, si a ello se viese forzado. Nunca faltan razones legítimas a un príncipe para cohonestar la inobservancia de sus promesas, inobservancia autorizada en algún modo por infinidad de ejemplos demostrativos de que se han concluido muchos felices tratados de paz, y se han anulado muchos empeños funestos, por la sola infidelidad de los príncipes a su palabra. El que mejor supo obrar como zorra, tuvo mejor acierto.

Pero es menester saber encubrir ese proceder artificioso y ser hábil en disimular y en fingir. Los hombres son tan simples, y se sujetan a la necesidad en tanto grado, que el que engaña con arte halla siempre gente que se deje engañar. No quiero pasar en silencio un ejemplo fehacientísimo. El papa Alejandro VI no hizo jamás otra cosa que engañar a sus prójimos, pensando incesantemente en los medios de inducirles a error y encontró siempre ocasiones de poderlo hacer. No hubo nunca nadie que conociera mejor el arte de las protestas persuasivas ni que afirmara una cosa con juramentos más respetables, ni que a la vez cumpliera menos lo que había prometido. A pesar de que todos le consideraban como un trapacero, sus engaños le salían siempre al tenor de sus designios, porque, con sus estratagemas, sabia dirigir a los hombres.

No hace falta que un príncipe posea todas las virtudes de que antes hice mención, pero conviene que aparente poseerlas. Hasta me atrevo a decir que, si las posee realmente, y las practica de continuo, le serán perniciosas a veces, mientras que, aun no poseyéndolas de hecho, pero aparentando poseerlas, le serán siempre provechosas. Puede aparecer manso, humano, fiel, leal, y aun serlo. Pero le es menester conservar su corazón en tan exacto acuerdo con su inteligencia que, en caso preciso, sepa variar en sentido contrario. Un príncipe, y especialmente uno nuevo, que quiera mantenerse en su trono, ha de comprender que no le es posible observar con perfecta integridad lo que hace mirar a los hombres como virtuosos, puesto que con frecuencia, para mantener el orden en su Estado, se ve forzado a obrar contra su palabra, contra las virtudes humanitarias o caritativas y hasta contra su religión. Su espíritu ha de estar dispuesto a tomar el giro que los vientos y las variaciones de la fortuna exijan de él, y, como expuse más arriba, a no apartarse del bien, mientras pueda, pero también a saber obrar en el mal, cuando no queda otro recurso. Debe cuidar mucho de ser circunspecto, para que cuantas palabras salgan de su boca, lleven impreso el sello de las virtudes mencionadas, y para que, tanto viéndole, como oyéndole, le crean enteramente lleno de buena fe, entereza, humanidad, caridad y religión. Entre estas prendas, ninguna hay más necesaria que la última. En general, los hombres juzgan más por los ojos que por las manos, y, si es propio a todos ver, tocar sólo está al alcance de un corto número de privilegiados. Cada cual ve lo que el príncipe parece ser, pero pocos comprenden lo que es realmente y estos pocos no se atreven a contradecir la opinión del vulgo, que tiene por apoyo de sus ilusiones la majestad del Estado que le protege. En las acciones de todos los hombres, pero particularmente en las de los príncipes, contra los que no cabe recurso de apelación, se considera simplemente el fin que llevan. Dedíquese, pues, el príncipe a superar siempre las dificultades y a conservar su Estado. Si logra con acierto su fin se tendrán por honrosos los medios conducentes a mismo, pues el vulgo se paga únicamente de exterioridades y se deja seducir por el éxito. [[1]] Y como el vulgo es lo que más abunda en las sociedades, los escasos espíritus clarividentes que existen no exteriorizan lo que vislumbran hasta que la inmensa legión de los torpes no sabe ya a qué atenerse. En nuestra edad vive un príncipe que nunca predica más que paz, ni habla más que de buena fe, y que, de haber observado una y otra, hubiera perdido la estimación que se le profesa, y habría visto arrebatados más de una vez sus dominios. Pero creo que no conviene nombrarle. [[2]]

CAPITULO XIX

EL PRÍNCIPE DEBE EVITAR SER ABORRECIDO Y DESPRECIADO

Habiendo considerado todas las dotes que deben adornar a un príncipe, quiero, después de haber hablado de las más importantes, discurrir también sobre las otras, al menos de un modo general y brevemente, estatuyendo que el príncipe debe evitar lo que pueda hacerle odioso y menospreciable. Cuantas veces lo evite, habrá cumplido con su obligación, y no hallará peligro alguno en cualquiera otra falta en que llegue a incurrir. Lo que más que nada le haría odioso sería mostrarse rapaz, usurpando las propiedades de sus súbditos, o apoderándose de sus mujeres, de lo cual ha de abstenerse en absoluto. Mientras no se guite a la generalidad de los hombres sus bienes o su honra, vivirán como si estuvieran contentos, y no hay ya más que preservarse de la ambición de un corto número de individuos, ambición reprimible fácilmente de muchos modos.

Un príncipe cae en el menosprecio cuando pasa por variable, ligero, afeminado, pusilánime e irresoluto. Ponga, pues, sumo cuidado en preservarse de semejante reputación como de un escollo, e ingéniese para que en sus actos se advierta constancia, gravedad, virilidad, valentía y decisión. Cuando pronuncie juicio sobre las tramas de sus súbditos, determínese a que sea irrevocable su sentencia. Finalmente, es preciso que los mantenga en una tal opinión de su perspicacia, que ninguno de ellos abrigue el pensamiento de engañarle o de envolverle en intrigas. El príncipe logrará esto, si es muy estimado, pues difícilmente se conspira contra el que goza de mucha estimación. Los extranjeros, por otra parte, no le atacan con gusto, con tal, empero, que sea un excelente príncipe, y que le veneren sus gobernados.

Dos cosas ha de temer el príncipe son a saber: 1) en el interior de su Estado, alguna rebelión de sus súbditos; 2) en el exterior, un ataque de alguna potencia vecina. Se preservará del segundo temor con buenas armas, y, sobre todo, con buenas alianzas, que logrará siempre con buenas armas. Ahora bien: cuando los conflictos exteriores están obstruidos, lo están también los interiores, a menos que los haya provocado ya una conjura. Pero, aunque se manifestara exteriormente cualquier tempestad contra el príncipe que interiormente tiene bien arreglados sus asuntos, si ha vivido según le he aconsejado, y si no le abandonan sus súbditos, resistirá todos los ataques foráneos, como hemos visto que hizo Nabis, el rey lacedemonio.

Sin embargo, con respecto a sus gobernados, aun en el caso de que nada se maquine contra él desde afuera, podrá temer que se conspire ocultamente dentro. Pero esté seguro de que ello no acaecerá, si evita ser aborrecido y despreciado, y si, como antes expuse por extenso, logra la ventaja esencial de que el pueblo se muestre contento de su gobernación. Por consiguiente, uno de los más poderosos preservativos de que contra las conspiraciones puede disponer el soberano, es no ser aborrecido y despreciado de sus súbditos, porque al conspirador no le alienta más que la esperanza de contentar al pueblo, haciendo perecer al príncipe. Pero cuando tiene motivos para creer que ofendería con ello al pueblo, le falta la necesaria amplitud de valor para consumar su atentado, pues avizora las innumerables dificultades que ofrece su realización. La experiencia enseña que hubo muchas conspiraciones, y que pocas obtuvieron éxito, porque, no pudiendo obrar solo y por cuenta propia el que conspira, ha de asociarse únicamente a los que juzga descontentos. Mas, por lo mismo que ha descubierto a uno de ellos, le ha dado pie para contentarse por sí mismo, ya que al revelar al príncipe la trama que se le ha confiado, bástale para esperar de él un buen premio. Y como de una parte encuentra una ganancia segura, y de otra parte una empresa dudosa y llena de peligros, para que mantenga la palabra que dio a quien le inició en la conspiración será menester, o que sea un amigo suyo como hay pocos, o un enemigo irreconciliable del príncipe.

Para reducir la cuestión a breves términos, haré notar que del lado del conjurado todo es recelo, sospecha y temor a la pena que le impondrán, si fracasa, mientras que del lado del príncipe están las leyes, la defensa del Estado, la majestad de su soberanía y la protección de sus amigos, de suerte que, si a todos estos preservativos se añade la benevolencia del pueblo, es casi imposible que nadie sea lo bastante temerario para conspirar. Si todo conjurado, antes de la ejecución de su plan, siente comúnmente miedo de que se malogre, lo sentirá mucho más en tal caso, pues, aun triunfando, tendrá por enemigo al pueblo, y no le quedará entonces ningún refugio. Sobre esto podría citar infinidad de ejemplos, pero me ciño a uno solo, cuya memoria nos trasmitieron nuestros padres. Siendo Aníbal Bentivoglio (abuelo del Aníbal de hoy día) príncipe de Bolonia, le asesinaron los Cannuchis (1445), familia rival suya, a continuación de una conjura, y cuando estaba todavía en mantillas su hijo único Juan. Naturalmente, éste no podía vengarle, pero el pueblo se sublevó acto seguido contra los asesinos y les mató atrozmente. Fue un efecto lógico de la simpatía popular que los Bentivoglio se habían ganado en Bolonia por aquellos tiempos, simpatía tan grande, que, no disponiendo ya la ciudad de persona alguna de dicha casa que, muerto Aníbal, pudiera regir el Estado, y habiendo sabido los ciudadanos que existía en Florencia un descendiente de la misma familia, hijo de un modesto artesano, fueron en busca suya, y le confirieron el mando de su comunidad, que rigió de hecho hasta que Juan llegó a edad de gobernar de derecho por sí mismo. De donde se deduce que un príncipe debe inquietarse poco de las conspiraciones, cuando le manifiesta buena voluntad el pueblo, al paso que si éste le es contrario, y le odia, le sobran motivos para temerlas en cualquier ocasión y de parte de cualquier individuo.

Los príncipes sabios y los Estados bien ordenados cuidaron siempre tanto de contentar al pueblo como de no descontentar a los nobles hasta el punto de reducirlos a la desesperación. Es esta una de las cosas más importantes a que debe atender el príncipe. Uno de los reinos mejor concertados y gobernados de nuestra época es Francia. Se halla allí una infinidad de excelentes estatutos, el primero de los cuales es el Parlamento y la amplitud de su autoridad, estatutos a que van unidas la libertad del pueblo y la seguridad del rey. Conociendo el fundador del actual orden político la ambición e insolencia de los nobles, juzgando ser preciso ponerles un freno que los contuviese, sabiendo, por otra parte, cuánto les aborrecía el pueblo, a causa del miedo que les tenía y deseando sin embargo sosegarlos no quiso que quedase a cargo particular del monarca esa doble tarea. A fin de quitarle esta preocupación, que podía repartir con la aristocracia, y de favorecer a la vez a los nobles y al pueblo, estableció por juez a un tercero, que, sin participación directa del monarca, reprimiera a los primeros y beneficiase al segundo. No cabe imaginar disposición alguna más prudente, ni mejor medio de seguridad para el príncipe y para la nación. Y de aquí infiero la notable consecuencia de que los príncipes deben dejar a otros la disposición de las cosas odiosas, y reservarse a si mismos las de gracia, estimando siempre a los nobles, pero sin hacerse nunca odiar del pueblo.

Al considerar la vida y la muerte de diversos emperadores romanos, quizá crean muchos que existen ejemplos contrarios a mi opinión. Tal César, en efecto, perdió el imperio, y tal otro fue asesinado por los suyos, conjurados contra él, a pesar de haber procedido con rectitud y mostrado magnanimidad. Proponiéndome responder a semejante objeción, examinaré las dotes personales de aquellos emperadores, y probaré que la causa de su ruina no se diferencia de la misma contra la que he querido preservar a mi príncipe, y haré cuenta de ciertas cosas que no han de omitir los que leen las historias de tales épocas. Para ello me bastará limitarme a los Césares que se sucedieron en el imperio desde Marco Aurelio hasta Maximino, es decir, Marco Aurelio, su hijo Cómodo, Pertinax, Juliano, Septimio Severo, su hijo Caracalla, Máximo, Heliogábalo, Alejandro Severo y Maximino.

Notemos, ante todo, que en principados de otra especie que el suyo, apenas hay que luchar más que contra la ambición de los grandes y contra la violencia de los pueblos, mientras que los emperadores romanos tropezaban, además, con un tercer obstáculo, la avaricia y la crueldad de los soldados, obstáculo de tan difícil remoción, que muchos se desgraciaron en ello. No es, en efecto, fácil contentar a la vez a los soldados y al pueblo porque el pueblo es amigo del descanso y lo es asimismo el príncipe de moderada condición, al paso que los soldados quieren un príncipe que tenga espíritu marcial, y que sea rapaz, cruel e insolente. La voluntad de los soldados del imperio era que su príncipe ejerciera sobre la plebe tan funestas disposiciones, para obtener una paga doble, y para dar rienda suelta a su codicia, de lo cual resultaba que los emperadores a quienes no se consideraba capaces de imponer respeto al ejército y al pueblo, quedaban siempre vencidos. Los más de ellos, especialmente los que habían ascendido a la soberanía en calidad de príncipes nuevos, conocieron cuán arduo resultaba conciliar ambas cosas, y abrazaron el partido de contentar a los soldados, sin temer mucho ofender al pueblo, por casi no serles posible obrar de otro modo. No pudiendo los príncipes evitar que les aborrezcan unos cuantos, han de esforzarse, ante todo, en que no les aborrezca el mayor número. Pero, cuando tampoco les es dable conseguir este fin, deben precaverse, mediante todo linaje de expedientes del odio de la clase más poderosa.

Así, aquellos emperadores que, en razón de ser nuevos, necesitaban de extraordinarios favores, se apegaron con más gusto al ejército que al pueblo, lo cual se convertía en su beneficio o en su daño, según la mayor o menor reputación que sabían conservar en el concepto de sus tropas. Tales fueron las causas de que Pertinax y Alejandro Severo, a pesar de ser tan moderados en su conducta, tan amantes de la justicia, tan enemigos de la crueldad, tan buenos y tan humanos como Marco Aurelio, cuyo fin fue feliz, tuviesen, sin embargo, uno muy desdichado. Únicamente Marco Aurelio vivió y murió venerado de todos, por haber sucedido al emperador por derecho hereditario, y por no hallarse en la necesidad de portarse como si debiera su trono al ejército o al pueblo. Dotado, por otra parte, de muchas virtudes que le hacían respetable, contuvo siempre al ejército y al pueblo dentro de justos límites, y no fue aborrecido ni despreciado nunca. Por el contrario, Pertinax, nombrado emperador contra la voluntad de los soldados, que, bajo el imperio de Cómodo, se habían habituado a la vida licenciosa, quiso reducirlos a una vida decente, que se les hacía insoportable, lo que engendró en ellos odio contra su persona, odio a que se unió el desprecio, a causa de ser viejo, y, en los comienzos de su reinado, le asesinaron sus tropas. Este ejemplo nos pone en el caso de observar que el príncipe se hace aborrecer tanto con nobles como con perversas acciones, y por eso indiqué que, si quiere conservar sus dominios, se halla con frecuencia obligado a no ser bueno. Si la mayoría de hombres (grandes, soldados o pueblo) de que necesita para sostenerse, está corrompida, debe seguirle el humor, y contentarla, pues las nobles acciones que entonces realizara, se volverían contra él mismo. Alejandro Severo era un hombre de bondad tamaña, que, entre las demás alabanzas que se le prodigaron, se encuentran las de que, en los catorce años que reinó, no hizo morir a nadie sin juicio. Empero, habiéndose conjurado en contra suyo el ejército, pereció a sus golpes, por haberle tornado despreciable su fama de hombre de genio débil, y que se dejaba gobernar por su madre.

Comparando las buenas prendas de aquellos príncipes con el carácter y con la conducta de Cómodo, Septimio Severo, Caracalla y Maximino, hallamos a los últimos sumamente rapaces y crueles. Para contentar a los soldados, no perdonaron al pueblo injuria alguna, y todos, menos Septimio Severo, murieron desgraciadamente. Pero éste poseía tanto valor, que, conservando en favor suyo el afecto de los soldados, pudo, aun oprimiendo al pueblo, reinar con toda felicidad. Sus dotes le hacían tan admirable en el concepto de unos y del otro, que los primeros le admiraban hasta el paroxismo, y el segundo le respetaba y permanecía contento. Pero, como las acciones de Septimio Severo tuvieron tanta grandeza cuanta podían tener en un príncipe nuevo, quiero mostrar brevemente cómo supo diestramente ejercer de león y de zorra, lo cual es indispensable a un soberano, como ya llevo dicho. Habiendo conocido Septimio Severo la cobardía de Desiderio Juliano, que acababa de hacerse proclamar emperador, persuadió al ejército, que estaba bajo su mando en Esclavonia, a que haría bien en marchar a Roma, para vengar la muerte de Pertinax, asesinado por la guardia pretoriana. Queriendo con tal pretexto mostrar que no aspiraba al imperio, arrastró a su ejército contra Roma, y llegó a Italia, antes que nadie se hubiese enterado siquiera de su partida. Entrado que hubo en Roma, forzó al Senado, atemorizado, a nombrarle emperador, y fue muerto Desiderio Juliano, al que se había conferido aquella dignidad. Después de este primer principio le quedaban a Septimio Severo dos dificultades que vencer, para constituirse en señor de todo el Imperio. La primera estaba en Oriente, donde Níger, jefe de los ejércitos asiáticos, se había hecho proclamar emperador. La segunda se hallaba en Bretaña, y era su fautor Albino, que también aspiraba al imperio. Juzgando peligroso declararse a la vez enemigo de uno y de otro, resolvió engañar al segundo, mientras atacaba al primero. Al efecto, escribió a Albino para decirle que, habiendo sido elegido emperador por el Senado, quería repartir con él aquella dignidad. Hasta le envió el título de César, después de haber hecho declarar al Senado que Septimio Severo tomaba por asociado a Albino, el cual tuvo por sinceros todos aquellos actos, y les prestó su adhesión. Pero, no bien Septimio Severo hubo vencido y muerto a Níger, y regresado a Roma, se quejó de Albino en pleno Senado, alegando que aquel colega, poco reconocido a los beneficios que recibiera de él, había intentado asesinarle a traición, por lo que se veía obligado a ir a castigar su ingratitud. Partió, pues, para Francia a su encuentro y le quitó el imperio con la vida. Donde se ve que Septimio Severo era a la vez un león ferocísimo y una zorra muy astuta, que consiguió que le temiesen y le respetaran todos, sin que le aborreciesen los soldados. No se extrañará, por ende, que, aun siendo príncipe nuevo, lograse conservar un imperio tan vasto. Su grandísima reputación le preservó del odio que hubieran podido tomarle los pueblos, a causa de sus rapiñas.

Pero su mismo hijo Caracalla, que se hacía llamar Alejandro y Antonio el Grande, fue también un hombre excelente en el arte de la guerra. Poseía bellísimas dotes, que le atraían la admiración de los pueblos y el amor de los soldados. Estos le querían, por ser un guerrero que sobrellevaba hasta el último límite todo género de fatigas, despreciaba los alimentos delicados, y desechaba las satisfacciones de la molicie. Pero le hicieron extremadamente odioso a todos sus continuas matanzas, pues, en muchas ocasiones, había hecho perecer una gran parte del pueblo de Roma y todo el de Alejandría, sobrepujando su ferocidad y su crueldad a cuanto se había visto hasta entonces. El temor que por él se sentía alcanzó a los mismos que le rodeaban, y un centurión le mató en presencia de su propio ejército. Con cuyo motivo conviene notar que semejantes atentados, cuyo golpe parte de un propósito deliberado y tenaz, no puede el príncipe evitarlos en modo alguno, porque al que tiene en poco la vida no le asusta dar a otro la muerte. Pero el príncipe no debe temer demasiado perecer de este modo, porque tales agresiones son rarísimas, y únicamente ha de cuidar de no ofender gravemente a ninguno de los que emplea, y en especial a los que tiene a su lado y a su servicio, como lo hizo Caracalla, que abandonó la custodia de su persona a un centurión, a cuyo hermano había mandado matar ignominiosamente, y que a diario amenazaba con vengarse. Temerario hasta ese punto, Caracalla no podía menos de ser asesinado, y lo fue.

Vengamos ahora a Cómodo, a quien tan fácil le hubiera sido conservar el trono, puesto que lo había adquirido, por herencia, de su padre. Le bastaba seguir las huellas de éste para contentar al pueblo y a los soldados. Pero, hombre de genio brutal, de condición perversa y de rapacidad inaudita, ejercitó ésta sin tasa sobre el pueblo, y, para favorecer al ejército, lo lanzó al libertinaje. Todo ello junto le tornó odioso al pueblo, y los soldados empezaron a menospreciarle, cuando le vieron rebajarse hasta el extremo de ir a luchar con los gladiadores en los circos, y de hacer otras cosas vilísimas y poco dignas de la majestad imperial. Aborrecido por una parte y despreciado por otra, se conjuraron contra él, y le asesinaron.

Maximino, cuyas cualidades me queda por exponer, fue un hombre muy belicoso. Elevado al imperio por algunos ejércitos disgustados de la molicie de Alejandro Severo, a quien antes aludí, no lo poseyó mucho tiempo, porque le hacían menospreciable y aborrecible dos cosas. Era la primera su bajo origen, pues había guardado rebaños en Tracia, lo cual nadie ignoraba, y le atraía general vilipendio. La otra era su reputación de hombre sanguinario. Durante las dilaciones de que usó después de su elección al imperio, para trasladarse a Roma, y tomar allí posesión del trono, ordenó a sus prefectos que cometiesen todo género de crueldades en las provincias. Indignado todo el mundo, así de la ruindad de su abolengo como del miedo que su ferocidad engendraba, resultó de esto que el África se sublevó contra él, y que luego el Senado, el pueblo romano e Italia entera conspiraba contra su persona. Su propio ejército, que estaba acampado bajo los muros de Aquilea, y que no acababa de tomar esta ciudad, juró igualmente su ruina. Fatigado de su crueldad, y temiéndole menos, desde que le veía con tantos enemigos, le mató atrozmente.

Evito hablar de Heliogábalo, de Máximo y de Juliano, que, despreciables en un todo, perecieron muy poco después de elevados a la soberanía, y vuelvo a las consecuencias de este discurso, arguyendo que los príncipes de nuestra era no experimentan ya tanto esa dificultad de contentar a las tropas por medios extraordinarios. A pesar de los miramientos que con ellas están obligados a guardar, aquella dificultad se allana bien pronto, porque ninguno de nuestros príncipes tiene ningún cuerpo de ejército, que, por su larga residencia en las provincias, se amalgame con las autoridades y con las administraciones de éstas, como lo hacían las legiones del imperio romano. Si convenía entonces contentar más a los soldados que al pueblo, era porque los primeros podían más que el segundo. Hoy día, los términos se han invertido, y conviene contentar más al pueblo que a los soldados, porque aquél posee más poder que éstos. Hago excepción, sin embargo, del sultán de Turquía y del soldán de Egipto. El sultán, rodeado continuamente, como prenda de su fuerza y de su seguridad, de doce mil infantes y de quince mil caballos, y que no hace caso alguno del pueblo, se ve obligado a conservar en sus guardias el afecto hacia su persona. Sucede lo mismo con el soldán, que tampoco atiende en nada al pueblo, y cuya fuerza está depositada por entero en sus soldados, que ha de procurar no le pierdan cariño. Por cierto que el Estado del soldán es diferente de todas las soberanías, y que se asemeja no poco al Pontificado cristiano, que no es principado hereditario, ni nuevo. No heredan la soberanía los hijos del príncipe difunto, sino un particular elegido por hombres que tienen facultad para ello. Sancionado de inmemorial este orden, el principado del soldán no puede llamarse nuevo, y no presenta ninguna de las dificultades que existen en las soberanías nuevas. El príncipe es nuevo, pero las constituciones de semejante Estado son antiguas, y están constituidas de modo que le reciban en él como si fuera poseedor suyo por derecho hereditario.

Volviendo al asunto, digo que, cualquiera que reflexione sobre lo que dejo expuesto, verá que el odio, o el menosprecio, o ambas cosas juntas, fueron la causa de la ruina de los emperadores que he mencionado. Sabrá también por qué, habiendo obrado parte de ellos de una manera, y otra parte de la manera contraria, sólo dos correspondientes cada uno a cada manera, tuvieron un fin dichoso, mientras que los demás tuvieron un fin desastrado. Comprenderá, en fin, por qué Pertinax y Alejandro Severo quisieron imitar a Marco Aurelio, no sólo en balde, sino en perjuicio suyo, por no considerar que el último reinaba por derecho hereditario, al paso que ellos eran príncipes nuevos. Igualmente les fue adversa a Caracalla, a Cómodo y a Máximo su pretensión de imitar a Septimio Severo, por no hallarse dotados del valor suficiente para seguir sus huellas en todo. Así, un príncipe nuevo en una soberanía nueva no puede, sin peligro, imitar las acciones de Marco Aurelio, y no le es fácil, ni indispensable, imitar las de Septimio Severo. Debe, pues, tomar de éste cuantos procederes le sean necesarios para fundar y asegurar bien su Estado, y de aquél lo que hubo en su conducta de conveniente y de glorioso, para conservar un Estado ya fundado y asegurado.

CAPÍTULO XX

SI LAS FORTALEZAS Y OTRAS MUCHAS COSAS QUE LOS PRÍNCIPES HACEN, SON ÚTILES O PERJUDICIALES

Para conservar con seguridad sus Estados unos creyeron necesario desarmar a sus súbditos, y otros promovieron divisiones en los países que les estaban sometidos. Unos mantuvieron enemistades contra si mismos, y otros se consagraron a ganarse a los hombres que en el comienzo de su reinado les eran sospechosos. Unos construyeron en sus dominios fortalezas, y otros demolieron y arrasaron las que existían. Ahora bien, aunque no es posible formular una regla fija sobre todos estos casos, a no ser que quepa, por la consideración de algunos detalles significativos, decidirse a tomar la determinación que implique mayor cordura, hablaré, sin embargo, sobre ello del modo más extenso y más general que la materia misma permita.

Jamás hubo príncipe alguno nuevo que desarmara a sus súbditos, y, cuando los halló desarmados, los armó siempre él mismo. Obrando así, las armas de sus gobernados se convirtieron en las suyas propias; los que eran sospechosos se tornaron fieles; los que eran fieles se mantuvieron en su fidelidad, y los que no eran más que sumisos se transformaron en partidarios de su reinado. Pero como el príncipe no puede armar a todos sus súbditos, aquellos a quienes arma reciben realmente un favor de él, y puede entonces obrar más seguramente con respecto a los otros. Por esa distinción, de que se conocen deudores al príncipe, los primeros se le apegan y los demás le disculpan, juzgando que es menester, ciertamente, que aquellos tengan más mérito que ellos mismos, puesto que el soberano los expone así a más peligros, y les hace contraer más obligaciones.

Cuando el príncipe desarma a sus súbditos, empieza ofendiéndoles, puesto que manifiesta que desconfía de ellos, y que les sospecha capaces de cobardía o de poca fidelidad. Una u otra de ambas opiniones que le supongan contra sí mismos engendrará el odio hacia él en sus almas. Como no puede permanecer desarmado, está obligado a valerse de la tropa mercenaria, cuyos inconvenientes he dado a conocer. Pero, aunque esa tropa fuera buena, no puede serlo bastante para defender al príncipe a la vez de los enemigos poderosos que tenga por de fuera, y de aquellos gobernados que le causen sobresalto en lo interior. Por esto, como ya dije, todo príncipe nuevo en su soberanía nueva se formó siempre una tropa suya. Nuestras historias presentan innumerables ejemplos de ello.

Pero cuando un soberano adquiere un Estado, nuevo, que se incorpora en calidad de nuevo miembro a su antiguo principado, es preciso que lo desarme inmediatamente, no dejando armados en él más que a los hombres que en el acto de la adquisición se declararon abiertamente partidarios suyos, y, aun con respecto a estos mismos, le convendrá, con el tiempo, y aprovechando las ocasiones propicias, debilitar su genio belicoso, y provocar su afeminamiento progresivo. Debe, en suma, hacer de manera que todas las armas de su nuevo Estado permanezcan en poder de los soldados que le pertenecen a él solo, y que, de años atrás viven en su antiguo Estado, al lado de su persona. Nuestros mayores, los florentinos, y principalmente los que pasan por sabios, decían que para conservar a Pisa, se requería tener en ella fortalezas, y que, para retener a Pistoya, convenía fomentar allí algunas facciones. Por tal causa, para hacer más fácil su dominación en determinados distritos, mantenían en ellos ciertas contiendas, método útil en una época en que existía algún equilibrio en Italia, pero que no juzgo tan útil hoy día, porque no creo que en una ciudad las divisiones proporcionen ningún bien. Hasta me parece imposible que, a la llegada de algún enemigo, las ciudades así divididas no se pierdan al punto, por cuanto de los dos partidos que encierran, el más débil se entiende siempre con las fuerzas que atacan, y el otro no es suficiente para resistir por sí solo. En mi entender, los venecianos se guiaron por las mismas consideraciones que los florentinos, para fomentar en las ciudades que dominaban las facciones de los güelfos y de los gibelinos, aunque no les dejaban propagarse en sus pendencias hasta llegar a la efusión de sangre, y únicamente alimentaban en su seno el espíritu de oposición, a fin de que, ocupados en sus rencillas los secuaces de una o de otra, no se sublevaran contra ellos. Pero se vio que esta estratagema no se convirtió en beneficio suyo cuando les derrotaron en Vaila, pues una parte de aquellas facciones cobró entonces aliento, y les arrebató sus dominios de tierra firme.

Semejantes recursos dan a conocer que el soberano adolece de alguna debilidad, ya que nunca, en un principado vigoroso, se tomará nadie la libertad de sostener tales divisiones, provechosas solamente en tiempo de paz, en que, por su medio, cabe dirigir más fácilmente a los súbditos, pero flojas y peligrosas, como expediente político, si sobreviene la guerra. Incontestablemente los príncipes son grandes, cuando superan las dificultades y las resistencias que se les oponen. Ahora bien: la fortuna, si quiere elevar a un príncipe nuevo, que, más que un príncipe hereditario, necesita adquirir fama, le suscita enemigos, y le inclina a varias empresas contra ellos, a fin de hacerle triunfar, y con la escala que ellos mismos le traen, subir más arriba. Por esto, piensan muchos que un príncipe sabio debe, siempre que le sea posible, procurarse con arte algún enemigo, para que, atacándole y reprimiéndole, provoque un aumento de su propia grandeza.

Los príncipes, y especialmente los nuevos, hallaron muchas veces más fidelidad y más provecho en los hombres que al principio de su reinado les eran sospechosos, que en aquellos en quienes al empezar ponían toda su confianza. Pandolfo Petruci, príncipe de Siena, se servía, en la gobernación de su Estado, mucho más de los que habían sido sospechosos que de los que no lo habían sido nunca. Pero no puede darse sobre esto una regla general, porque los casos no son siempre unos mismos. Me limitaré, pues, a decir que si los hombres que al comienzo de un reinado se mostraron enemigos del príncipe no son capaces de mantenerse en su posición sin apoyos, aquél podrá ganarlos fácilmente, y, después, tanto más obligados se verán a servirle con fidelidad cuanto más comprendan lo necesario que les es borrar con sus acciones la siniestra opinión que el soberano se había formado de ellos. Y sacará mayor provecho de estos tales que de aquellos otros que, sirviéndoles con tranquilidad en interés de sí mismos, descuidan el del príncipe forzosamente.

Puesto que la materia lo exige, no dejaré de recordar al príncipe que adquirió un Estado con el favor de algunos ciudadanos, que ha de considerar muy bien el motivo que les inclinó a favorecerle. Si lo hicieron, no por afecto natural a su persona, sino únicamente por no estar contentos con el Gobierno que tenían, no podrá conservar su amistad sino muy trabajosa y dificultosamente, porque le resultará casi imposible contentarlos. Discurriendo sobre el particular, se advierte que es más hacedero conseguir la amistad de los hombres que se conformaban con el Gobierno anterior, aunque no gustasen de él, que la de aquellos otros que, siéndole contrarios, se declararon por este solo motivo adictos al príncipe nuevo, y le ayudaron a apoderarse del Estado. Los príncipes que querían conservar más seguramente el suyo acostumbraron a construir fortalezas que sirvieran de freno a quien concibiera designios contra ellos, y de seguro refugio a sí mismos en el primer asalto de una rebelión. Aplaudo esta medida, puesto que la practicaron nuestros mayores. Sin embargo, en nuestro tiempo se vio a Nicolás Viteli demoler dos fortalezas en la ciudad de Castelo, para conservarla. Guido Ubaldo, duque de Urbino, de regreso en su Estado, del que le había expulsado César Borgia, arruinó hasta sus cimientos todas las fortalezas de la próxima, para retener más fácilmente aquel Estado, si alguien quisiera quitárselo otra vez. Habiendo de entrar en Bolonia, los Bentivoglio procedieron del mismo modo. Y es que las fortalezas son útiles o inútiles, según las circunstancias y los tiempos, y si proporcionan algún beneficio al príncipe en algunos respectos, le perjudican en otros. La cuestión puede reducirse a breves y claros términos. El príncipe que tema más a sus pueblos que a los extranjeros debe construirse fortalezas. Pero el que tema más a los extranjeros que a sus pueblos, debe pasarse sin la defensa de esos baluartes. El castillo que Francisco Sforcia edificó en Milán, atrajo y atraerá a sus descendientes más guerras que cualquier otro desorden posible en aquel Estado. La mejor fortaleza con que puede contar un príncipe es no ser aborrecido de sus pueblos. Si le aborrecen, no le servirán de nada las fortalezas como medio de salvación, porque se levantarán en armas contra él y no les faltarán extranjeros que acudan en su auxilio. En nuestro tiempo, no hemos comprobado que las fortalezas hayan redundado en provecho de ningún príncipe. Caso único de excepción ha sido el de la condesa de Forli, después de la muerte de su esposo, el conde Jerónimo. Su ciudadela le sirvió para evitar el primer asalto de la rebelión del pueblo para esperar sin sobresalto algunos socorros de Milán y para recuperar su Estado. Las circunstancias de entonces no permitían que los extranjeros fueran a ayudar al pueblo. Pero, más tarde, cuando César Borgia atacó a la condesa, y su pueblo, que era enemigo suyo, se reunió con el extranjero contra ella, las fortalezas le resultaron inútiles.

Más que poseer estos baluartes expugnables le hubiera servido con el baluarte invencible del amor del pueblo. Así, bien considerado todo, elogiaré tanto al que haga fortalezas como al que no las haga. Pero censuraré a los que, fiándose demasiado en ellas, tengan el odio del pueblo por cosa de poca monta.

CAPÍTULO XXI

CÓMO DEBE CONDUCIRSE UN PRÍNCIPE PARA ADQUIRIR CONSIDERACIÓN

Nada granjea más estimación a un príncipe que las grandes empresas y las acciones raras y maravillosas. De ello nos presenta nuestra edad un admirable ejemplo en Fernando V, rey de Aragón y actualmente monarca de España. Podemos mirarle casi como a un príncipe nuevo, porque, de rey débil que era, llegó a ser el primer monarca de la cristiandad, por su fama y por su gloria. Pues bien: si consideramos sus empresas las hallaremos todas sumamente grandes, y aun algunas nos parecerán extraordinarias. Al comenzar a reinar, asaltó el reino de Granada, y esta empresa sirvió de punto de partida a su grandeza. Por de contado, la había iniciado sin temor a hallar estorbos que se la obstruyesen, por cuanto su primer cuidado había sido tener ocupado en aquella guerra el ánimo de los nobles de Castilla. Haciéndoles pensar incesantemente en ella, les distraía de cavilar y maquinar innovaciones durante ese tiempo, y por tal arte adquiría sobre ellos, sin que lo echasen de ver, mucho dominio, y se proporcionaba suma estimación. Pudo en seguida, con el dinero de la Iglesia y de los pueblos, sostener ejércitos, y formarse, por medio de guerra tan larga, buenas tropas, lo que redundó en pro de su celebridad como capitán. Además, alegando siempre el pretexto de la religión, para poder llevar a efecto mayores hazañas, recurrió al expediente de una crueldad devota, y expulsó a los moros de su reino, que quedó así libre de su presencia. No cabe imaginar nada más cruel y a la vez más extraordinario que lo que ejecutó en ocasión semejante. Después, bajo la misma capa de religión, se dirigió contra África, emprendió la conquista de Italia, y acaba de atacar recientemente a Francia. Concertó de continuo grandes cosas, que llenaron de admiración a sus pueblos, y que conservaron su espíritu preocupado por las consecuencias que podían traer. Hasta hizo seguir unas empresas de otras de gran tamaño, que no dejaron tiempo a sus gobernados ni siquiera para respirar, cuanto menos para urdir trama alguna contra él.

Es también un expediente muy provechoso para el príncipe que imagine, en la gobernación interior de su Estado, cosas singulares, como las que se cuentan de Barnabó Visconti de Milán. Cuando sucede que una persona realizó, en el orden civil, una acción poco común, ya en bien, ya en mal, es menester encontrar, para premiarla, o para castigarla, un modo notable, que dé al público amplio tema de conversación. El príncipe debe, ante todas las cosas, ingeniarse para que cada una: de sus operaciones políticas se ordene a procurarle nombradía de grande hombre y de soberano de superior ingenio. Y asimismo se hace estimar, cuando es resueltamente amigo o enemigo de los príncipes puros, es decir, cuando sin timidez se declara resueltamente en favor del uno o del otro. Esta resolución es siempre más conveniente que la de permanecer neutral, porque si dos potencias de su vecindad se declaran la guerra entre si, no es posible que ocurra más que uno de estos dos casos: o que, vencedora la una, tenga motivo para temerla después, o que ninguna de ellas sea propia para infundirle semejante temor. En un caso, como en el otro, le convendrá declarar guerra franca a alguna de ellas. En el primero, si no la declara, será el despojo del vencedor, lo que agradará en gran manera al vencido, y no hallará a ninguno que se compadezca de él, ni que vaya a socorrerle, ni siquiera que le ofrezca un asilo. El vencedor no quiere amigos sospechosos, que no le auxilien en la adversidad, y el vencido no acogerá al neutral, puesto que se negó a tomar las armas, para correr las contingencias de su fortuna.

Habiendo pasado Antíoco a Grecia, de donde le llamaban los etolios, para echar de allí a los romanos, envió un embajador a los acayos, para inducirles a permanecer neutrales, mientras rogaba a los otros que se armasen en favor suyo. Esto fue materia de una deliberación en los consejos de los acayos. El enviado de Antíoco insistía en que se resolviesen a la neutralidad. Pero el diputado de los romanos, que estaba presente, le refutó por el siguiente tenor: “Se os dice que el partido más sabio para vosotros, y más útil para vuestro Estado, es que no intervengáis en la guerra que hacemos, en lo cual se os engaña. No podéis tomar resolución más contraria a vuestros intereses, porque, si no intervenís en nuestra guerra, privados entonces de toda consideración, e indignos de toda gracia, infaliblemente serviréis de premio al vencedor.” Note bien el príncipe que quien le pide la neutralidad no es amigo, y que lo es, por el contrario, quien solicita que se declare en su favor, y que tome las armas en defensa de su causa. Los príncipes irresolutos que quieren evitar los peligros del momento retrasan a menudo el rompimiento de su neutralidad, pero también a menudo caminan hacia su ruina. Cuando el príncipe se declara generosamente en favor de una de las potencias beligerantes, si triunfa aquella a la que se une, aunque ella posea una gran fuerza, y él quede a discreción suya, no tiene por qué temerla, pues le debe algunos favores, y le habrá cogido afecto. Los hombres, en ocasiones tales, no son lo bastante cínicos para dar ejemplo de la enorme ingratitud que habría en oprimir al que les ayudó. Por otra parte, los triunfos nunca son tan prósperos que dispensen al vencedor de tener algún miramiento a la justicia. Si, por el contrario, es derrotado aquel a quien el príncipe se une, conservará su consideración, contará con su socorro en caso posible para él, y será el compañero de su fortuna, que puede mejorar algún día.

En el segundo caso, esto es, cuando las potencias que luchan una contra otra son tales que el príncipe nada tenga que temer de la que triunfe, cualquiera que sea, habrá, por su parte, tanta más prudencia en unirse a una de ellas, cuanto por este medio concurra a la ruina de la otra, con ayuda de la misma que, si fuera discreta, debiera salvarla. Siendo imposible que con el socorro del aludido príncipe no triunfe, su victoria no puede menos de ponerla a disposición de aquél. Y es necesario notar aquí que cuando un príncipe quiere atacar a otros, ha de cuidar siempre de no asociarse a un príncipe más poderoso que él, a menos que la necesidad le obligue a hacerlo, como queda indicado, puesto que si dicho príncipe triunfa se convertirá en esclavo suyo en algún modo. Ahora bien: los príncipes deben evitar, cuanto les sea posible, quedar a discreción de los otros príncipes. Los venecianos se aliaron con los franceses para luchar contra el duque de Milán, y esta alianza, de la que hubieran podido excusarse, causó su ruina. Pero si no cabe evitar semejantes alianzas, como les sucedió a los florentinos cuando con el Papa fueron, con tres ejércitos reunidos, a atacar la Lombardía, entonces, a causa de las razones que llevo apuntadas, conviene a un príncipe unirse a los otros. Por lo demás, ningún Estado crea poder nunca, en tal circunstancia, tomar una resolución segura. Piense, por el contrario, que no puede tomarla sino dudosa, por ser conforme al curso ordinario de las que no trate uno de evitar jamás un inconveniente, sin caer en otro. La prudencia estriba en conocer su respectiva calidad, y en tomar el partido menos malo.

Ha de manifestarse el príncipe amigo generoso de los talentos y honrar a todos aquellos gobernados suyos que sobresalgan en cualquier arte. Por ende, debe estimular a los ciudadanos a ejercer pacíficamente su profesión y oficio, agrícola, mercantil o de cualquier otro género, y hacer de modo que, por el temor de verse quitar el fruto de sus tareas, no se abstengan de enriquecer al Estado, y que, por el miedo a los tributos, no se persuadan a dedicarse a negocios diferentes. Debe, además, preparar algunos premios para quien funde establecimientos útiles, y para quien trate, en la forma que quiera, de multiplicar los recursos de su ciudad. Finalmente, está obligado a proporcionar fiestas y espectáculos a sus pueblos, en las fechas anuales que estime oportunas. Como toda ciudad se halla repartida en tribus municipales o en gremios de oficios, le conviene guardar miramientos con estas corporaciones, reunirse a veces con ellas en sus juntas, y dar en éstas ejemplo de humildad y de munificencia, conservando, empero, inalterablemente la majestad de su clase, y cuidando que, en tales casos de popularidad, no se humille su dignidad regia en manera alguna.

CAPÍTULO XXII

DE LOS MINISTROS O SECRETARIOS DE LOS PRÍNCIPES

No es cosa de poca importancia para los príncipes la buena elección de sus ministros, los cuales buenos o malos, según la prudencia usada en dicha elección. El primer juicio que formamos sobre un príncipe y sobre sus dotes espirituales, no es más que una conjetura, pero lleva siempre por base la reputación de los hombres de que se rodea. Si manifiestan suficiente capacidad y se muestran fieles al príncipe tendremos a éste por prudente puesto que supo conocerlos bien, y mantenerlos adictos a su persona. Si, por el contrario, reúnen condiciones opuestas, formaremos sobre él un juicio poco favorable, por haber comenzado su reinado con una grave falta, escogiéndolos así.

No hubo nadie que, viendo a Venafío nombrado consejero de Petruci, príncipe de Siena, no estimara que el último fue un hombre prudente en alto grado, por el mero hecho de haber tomado al primero por ministro. Pero es necesario saber que, hay entre los príncipes, como entre los demás hombres, tres especies de cerebros. Los primeros piensan y obran por sí y ante sí; los segundos, poco aptos para inventar, poseen sagacidad selectiva en atenerse a lo que les proponen otros; los terceros no conciben nada por sí mismos, ni nada tampoco sacan en limpio de ajenos discursos. Los primeros son ingenios superiores; los segundos son talentos estimables; los terceros son como si no existiesen.

Si Petruci no era de la primera especie, perteneció, indudablemente, a la segunda. Cuando un príncipe, carente de originalidad creadora, posee inteligencia suficiente para discernir con mesura juiciosa lo que se dice y lo que se hace, conoce las buenas y malas operaciones de sus consejeros, para apoyar las primeras y corregir las segundas, y no pudiendo sus ministros abrigar esperanzas de engañarle, se le conservan íntegros, discretos y sumisos. Pero ¿cómo alcanzar tan sabia prudencia y tan loable discernimiento? He aquí un recurso que no induce jamás a error. Cuando el príncipe vea a sus ministros pensar en ellos más que en él, y regirse en todas sus acciones por afán de provecho personal, quede persuadido de que tales hombres jamás le servirán bien. No podrá estar seguro de su actuación ni un momento, porque faltan a la primera de las máximas morales de su condición. Esta máxima es que los que manejan los negocios de un Estado no deben nunca pensar en si mismos, sino en el príncipe, ni recordarle nunca nada que no se refiera a los intereses de su reinado. Pero también, por otra parte, el príncipe, a fin de no perder a sus ministros buenos y de generosas disposiciones, debe pensar en ellos, revestirles de honores, enriquecerlos, y atraérselos por la gratitud, con las dignidades y los cargos que les confiera. Los honoríficos grados y las pingües riquezas que les conceda, colman los deseos de su ambición, y los importantes puestos de que les haya provisto les hacen temer que el príncipe caiga, o sea suplantado, porque saben perfectamente que sólo con él los conservarán. Si príncipe y ministro se conducen así recíprocamente, la confianza será no menos mutua. Pero, si no se portan de tal modo, uno y otro acabarán mal.

CAPÍTULO XXIII

CUANDO DEBE HUIRSE DE LOS ADULADORES

Cúmpleme no pasar en silencio un punto importante, conviene a saber: la falta de que con dificultad se preservan los príncipes (si no son muy prudentes, o si carecen de tacto fino), y que es falta más bien de los aduladores de que todas las cortes están llenas y atestadas. Pero se complacen tanto los príncipes en lo que por sí mismos hacen, y se engañan en ello con tan natural propensión, que librarse del contagio de los aduladores les cuesta Dios y ayuda, y aun con frecuencia les sucede que por inhibirse sistemáticamente de semejante contagio corren peligro de caer en el menosprecio. Para obviar inconveniente tamaño bástale al príncipe dar a comprender a los que le rodean que no le ofenden por decirle la verdad. Pero si todos pueden decírsela, se expone a que le falten al respeto. Así, un príncipe advertido y juicioso debe seguir un curso medio, escogiendo en su Estado a algunos sujetos sabios, a los cuales únicamente otorgue licencia para decirle la verdad, y esto exclusivamente sobre la cosa con cuyo motivo les pregunte, y no sobre ninguna otra. Sin embargo, le conviene preguntarles sobre todas, oír sus opiniones, deliberar después por sí mismo y obrar últimamente como lo tenga por conveniente a sus fines personales. Es necesario que su conducta con sus consejeros reunidos y con cada uno de ellos en particular se desarrolle en tal forma que todos conozcan que cuanto más sinceramente le hablen tanto más le agradarán. Pero, excepto éstos, ha de negarse a oír los consejos de cualquier otro, poner inmediatamente en práctica lo que por sí mismo haya resuelto y mostrarse tenaz en sus determinaciones. Si obra de diferente manera, la diversidad de pareceres le obligará a variar muy a menudo, de lo cual resultará que harán muy corto aprecio de su persona.

Acerca de este punto quiero presentar un ejemplo moderno. El sacerdote Luc, dependiente de Maximiliano, actual emperador, dice de él que no toma consejo de nadie, y que, sin embargo, nunca hace nada a su gusto. Ello proviene de que Maximiliano sigue un rumbo opuesto al que he indicado. Es un hombre misterioso, que no solicita el parecer ajeno ni comunica sus designios a persona alguna. Pero cuando los lleva a ejecución, sus cortesanos empiezan a contradecírselos, y desiste fácilmente de ellos. De aquí resulta que las cosas que hace un día las deshace al siguiente, que no prevé jamás sus proyectos ni sus actos y que no es posible contar con sus resoluciones.

Si un príncipe debe pedir consejos sobre todos los asuntos, no debe recibirlos cuando a sus consejeros les agrade, y hasta debe quitarles la gana de aconsejarle sobre negocio ninguno, a no ser que él lo solicite. Pero debe con frecuencia, y sobre todos los negocios, oír pacientemente y sin desazonarse la verdad acerca de las preguntas que haya hecho, sin que motivo alguno de respeto sirva de estorbo para que se la digan. Los que piensan que un príncipe, si se hace estimar por su prudencia, no la debe a sí mismo, sino a la sabiduría de los consejeros que le circundan, se engañan en la mitad del justo precio. Para juzgar de esto hay una regla general, que nunca induce al error, y es que un príncipe que no es prudente de suyo no puede aconsejarse bien, a menos que por casualidad dispusiera de un hombre excepcional y habilísimo que le gobernara en todo. Pero en tal caso la buena gobernación del príncipe no duraría mucho, porque su conductor se encargaría de quitarle en breve tiempo su Estado. En cuanto al príncipe que consulta con muchos y que carece él mismo de la prudencia necesaria no recibirá jamás pareceres que concuerden, no sabrá corregirlos por si mismo ni aun echará de ver que cada uno de sus consejeros piensa en sus personales intereses nada más. No existe posibilidad de hallar dispuestos de otra manera a los ministros, porque los hombres son siempre malos, a no ser que se les obligue por la fuerza a ser buenos. De donde concluyo que conviene que los buenos consejos, de cualquier parte que vengan, dimanen, en definitiva, de la prudencia del propio príncipe y que no se funden en si mismos como tales.

CAPÍTULO XXIV

POR QUÉ MUCHOS PRÍNCIPES DE ITALIA PERDIERON SUS ESTADOS

El príncipe nuevo que siga con prudencia las reglas que acabo de exponer adquirirá la consistencia de uno antiguo y alcanzará en muy poco tiempo más seguridad en su Estado que si llevara un siglo en posesión suya. Siendo un príncipe nuevo mucho más cauto en sus acciones que otro hereditario, si las juzgan grandes y magnánimas sus súbditos, se atrae mejor el afecto de éstos que un soberano de sangre inmemorial esclarecida, porque se ganan los hombres mucho menos con las cosas pasadas que con las presentes. Cuando hallan su provecho en éstas, a ellas se reducen, sin buscar nada en otra parte. Con mayor motivo abrazan la causa de un nuevo príncipe o si éste no cae en falta en lo restante de su conducta. Así obtendrá una doble gloria: la de haber originado una soberanía y la de haberla corroborado y consolidado con buenas armas, buenas leyes, buenos ejemplos y buenos amigos. Obtendrá, por lo contrario, una doble afrenta el que, habiendo nacido príncipe, haya perdido su Estado por su poca prudencia.

Si se consideran aquellos príncipes de Italia que en nuestros tiempos perdieron sus Estados, como el rey de Nápoles, el duque de Milán y algunos otros, se reconocerá desde luego que todos cometieron la misma falta en lo relativo a la preparación militar, según que ya extensamente lo explané. Se notará además que uno de ellos tuvo por enemigo a su pueblo, o que el que lo tuvo por amigo careció de arte para asegurarse de los nobles. Sin estas faltas no se pierden los Estados que presentan bastantes recursos para poder disponer de ejércitos en campaña. Filipo de Macedonia, no el padre de Alejandro, sino el que fue vencido por Tito Quincio, poseía un Estado harto pequeño con relación al de los griegos y al de los romanos, que le atacaron juntos. Sin embargo, sostuvo contra ambos la guerra durante muchos años, por ser belicoso en extremo y porque sabía contener a su pueblo no menos que asegurarse de los nobles. Si al cabo perdió la soberanía de algunas ciudades, conservó el resto de su reino.

Aquellos príncipes de Italia que después de haber ocupado mucho tiempo sus Estados los perdieron, acusen de ello a su cobardía, y no a la fortuna. Como en épocas de paz no habían imaginado nunca que pudieran cambiar las cosas, porque es un defecto común a todos los hombres no inquietarse de las borrascas mientras disfrutan de bonanza, sucedió que al llegar los tiempos adversos no pensaron más que en huir, en vez de defenderse, esperando que, fatigados sus pueblos por la insolencia del vencedor, no dejarían de llamarlos otra vez. Semejante partido sólo es bueno cuando faltan los otros. Pero abandonar éstos por aquél es cosa malísima, pues un príncipe no debería caer nunca por haber creído contar más tarde con alguien que lo recibiera. Ello no suele ocurrir o si ocurre no dará al príncipe ninguna seguridad, por cuanto esa especie de defensa es vil y no depende de él. Las únicas defensas buenas, ciertas y durables son las que dependen del príncipe mismo y de su propio valor.

CAPÍTULO XXV

DOMINIO QUE EJERCE LA FORTUNA EN LAS COSAS HUMANAS, Y CÓMO RESISTIRLA CUANDO ES ADVERSA

No se me oculta que muchos creyeron y creen que la fortuna, o dígase la Providencia, gobierna de tal modo las cosas del mundo, que a los hombres no les es dable, con su prudencia, dominar lo que tienen de adverso esas cosas, y hasta que no existe remedio alguno que oponerles. Con arreglo a semejante fatalismo, llegan a juzgar que es en balde fatigarse mucho en las ocasiones temerosas, y que vale más dejarse llevar entonces por los caprichos de la suerte. Esta opinión goza de cierto crédito en nuestra época a causa de las grandes mudanzas que, fuera de toda conjetura humana, se vieron y se ven cada día. Yo mismo, reflexionan do sobre ello, me incliné en alguna manera a la indicada opinión. Sin embargo, como nuestro libre albedrío no queda completamente anonadado, estimo que la fortuna es árbitro de la mitad de nuestras acciones, pero también que nos deja gobernar la otra mitad, o, a lo menos, una buena parte de ellas. La fortuna me parece comparable a un río fatal que cuando se embravece inunda llanuras, echa a tierra árboles y edificios, arranca terreno de un paraje para llevarlo a otro. Todos huyen a la vista de él y todos ceden a su furia, sin poder resistirle. Y, no obstante, por muy formidable que su pujanza sea, los hombres, cuando el tiempo está en calma, pueden tomar precauciones contra semejante río construyendo diques y esclusas, para que al crecer de nuevo se vea forzado a correr por un canal, o por lo menos, para que no resulte su fogosidad tan anárquica y tan dañosa. Pues con la fortuna sucede lo mismo. No ostenta su dominación más que cuando encuentra un alma y una virtud preparadas, porque cuando las encuentra tales vuelve su violencia hacia la parte en que sabe que no hay muros ni otras defensas capaces de contenerla. Ahora bien: si pensamos en Italia, que es teatro de parecidas revoluciones y el receptáculo que les da impulso, vemos que es una campiña sin diques y sin esclusas de ninguna clase. Si hubiera estado preservada por virtudes militares y cívicas, como lo están Alemania, Francia y España, la inundación de tropas extranjeras que sufrió no hubiese ocasionado las grandes mudanzas que ha experimentado, y ni siquiera la inundación hubiera venido. Y basta esta reflexión para lo concerniente a la necesidad de oponerse a la fortuna en general.

Refiriéndome ahora a casos más concretos, digo que cierto príncipe que prosperaba ayer se encuentra caído hoy, sin que por ello haya cambiado de carácter ni de cualidades. Esto dimana, a mi entender, de las causas que antes explané con extensión al insinuar que el príncipe que no se apoya más que en la fortuna cae según que ella varia. Creo también que es dichoso aquel cuyo modo de proceder se halla en armonía con la índole de las circunstancias, y que no puede menos de ser desgraciado aquel cuya conducta está en discordancia con los tiempos. Se ve, en efecto, que los hombres, en las acciones que los conducen al fin que cada uno se propone, proceden diversamente; uno con circunspección, otro con impetuosidad; uno con maña, otro con violencia; uno con paciente astucia, otro con contraria disposición; y cada uno, sin embargo, puede conseguir el mismo fin por medios tan diferentes. Se ve también que, de dos hombres moderados, uno logra su fin, otro no; y que dos hombres, uno ecuánime, otro aturdido, logran igual acierto con dos expedientes distintos, pero análogos a la diversidad de sus respectivos genios. Lo cual no proviene de otra cosa más que de la calidad de las circunstancias y de los tiempos, que concuerdan o no con su modo de obrar. De donde resulta que, procediendo diferentemente, dos hombres logran idéntico efecto, y procediendo del mismo modo, uno consigue su fin y otro no. De esto depende asimismo la variación de su felicidad, porque si para el que se conduce con ponderación y con calma las circunstancias y los tiempos se tornan de arte que su gobierno sea bueno, prospera, mientras que si cambia sobreviene su ruina, por no haber mudado de modo de obrar. Pero no hay hombre alguno, por muy dotado de prudencia que esté, que sepa concordar bien sus procederes con las circunstancias y con los tiempos, ya por no serle posible desviarse de la propensión a que su naturaleza le inclina, ya por el hecho de que, habiéndole procurado éxito el caminar siempre por una senda, no se persuade con facilidad de que obrará bien con desviarse de ella. Cuando ha llegado para el hombre de temperamento fríamente tardo la ocasión de obrar con calurosa celeridad, no sabe hacerlo y provoca su propia ruina. Si supiese cambiar de naturaleza con las circunstancias y con los tiempos no se le mostraría tornadiza la fortuna.

El papa Julio II procedió con verdadero arrebato en todas sus acciones, y halló las circunstancias y los tiempos tan conformes con su modo de obrar, que logró acertar siempre. Considérese la primera empresa que dirigió contra Bolonia, en vida todavía de Bentivoglio. Los venecianos la veían con disgusto, y los monarcas de Francia y España estaban deliberando aún sobre lo que harían en el trance aquél, cuando Julio II, con valerosa rapidez, se puso él mismo a la cabeza de la expedición Semejante paso dejó suspensos e inmóviles a los venecianos y a los monarcas de Francia y de España, a los primeros por miedo y a los segundos por su afán de recuperar el reino de Nápoles. Pero consiguió atraer a su partido al monarca francés, que habiéndole visto en movimiento, y deseando que se le uniese para abatir a los venecianos juzgó que no podía negarle sus tropas sin hacerle una ofensa formal. Así, Julio II, con su alarde impetuoso, llevó a cumplida cima una empresa que un Pontífice más prudente no hubiera sabido dirigir nunca. Si al partir de Roma hubiera gastado tiempo en madurar su determinación y en proveerse de lo preciso, como cualquier otro Papa hubiera hecho, habría fracasado, a no dudarlo, pues el monarca francés le hubiese alegado mil disculpas y los otros le hubiesen infundido mil nuevos temores. Me abstengo de examinar las demás acciones suyas, las cuales fueron todas de esa misma especie y se vieron coronadas por el triunfo. La brevedad de su Pontificado no le dejó lugar para experimentar lo contrario, que seguramente le hubiera acaecido, porque, de habérsele presentado algún caso en que le conviniese usar de tranquilidad circunspecta, no se habría apartado de aquella atropellada conducta a que su genio le inclinaba y hubiera provocado su propia ruina.

Concluyo, pues, que si la fortuna varía y los, príncipes continúan obstinados en su natural modo de obrar, serán felices, ciertamente, mientras semejante conducta vaya acorde con la fortuna misma. Pero serán desgraciados, en cambio, no bien su habitual proceder se ponga en discordancia con ella. Sin embargo, pensándolo bien todo, me parece que juzgaré serenamente si declaro que vale más ser violento que ponderado, porque la fortuna es mujer y por ello conviene, para conservarla sumisa, zaherirla y zurrarla. En calidad de tal se deja vencer más de los que la tratan con aspereza que de los que la tratan con blandura. Por otra parte, como hembra, es siempre amiga de los jóvenes porque son menos circunspectos, más irascibles y se le imponen con más audacia.

CAPÍTULO XXVI

EXHORTACIÓN PARA LIBRAR A ITALIA DE LOS BÁRBAROS

Después de haber meditado sobre cuantas cosas acaban de exponerse, me he preguntado a mí mismo si existen ahora en Italia circunstancias tales que un príncipe nuevo pueda adquirir en ella más gloria y si se halla en la nación cuanto es necesario para proporcionar a aquel a quien la naturaleza hubiera dotado de un gran valor y de una prudencia poco común la ocasión de introducir aquí una nueva manera de gobernar por la que, honrándose a sí mismo, hiciera la felicidad de los italianos. La conclusión de mis reflexiones en la materia es que tantas cosas parecen concurrir en Italia al beneficio de un príncipe nuevo, que no sé si se presentará nunca coyuntura más propicia para semejante empresa. Porque si, como ya dije, fue necesario que el pueblo de Israel estuviera esclavo en Egipto para que pudiese apreciar el valor y los raros talentos de Moisés, que los persas gimiesen bajo el duro dominio de los medos para que conociesen la grandeza y la magnanimidad de Ciro, que los atenienses experimentasen los inconvenientes de la vida errante y vagabunda para que comprendiesen vivamente la magnitud de los beneficios de Teseo, así también, para apreciar el mérito de un libertador de Italia, ha sido preciso que ésta se haya visto traída al miserable estado en que está ahora. Sus habitantes, en efecto, se han encontrado más ferozmente vejados que el pueblo de Israel, más cruelmente maltratados que los persas, más extensamente dispersados que los atenienses. Sin jefes y sin estatutos, han sufrido de los extranjeros todo género de robos, despojos, desgarramientos, vejaciones, desolaciones y ruinas.

Aunque en los tiempos corridos hasta hoy se haya notado en este o en aquel hombre algún indicio de inspiración que podía hacerle creer destinado por Dios para la redención de Italia, no tardó en advertirse que la fortuna no le acompañaba en sus más sublimes acciones, antes le reprobaba de una manera tal que, continuando la nación exánime, aguarda todavía un salvador que la cure de sus heridas y que ponga fin a los destrozos y a los saqueos de la Lombardía no menos que a los pillajes y a las matanzas del reino de Nápoles. La vemos rogando a Dios que le envíe a alguno que la redima de las crueldades y de los ultrajes que los bárbaros le infirieron. Por abatida que esté, la encontramos en disposición de seguir una bandera si hay quien la despliegue y enarbole. Pero en el día no encontramos en qué elemento prestigioso podría poner sus esperanzas si no es en la ilustre casa a que pertenecéis. Vuestra familia, elevada por el valor y por la suerte a los favores de Dios y de la Iglesia, a la que ha dado un príncipe en la persona del insigne León X, es la única capaz de emprender nuestra redención. Ello no os será difícil si tenéis presentes en el ánimo las acciones y los ejemplos de los eminentes príncipes que he nombrado. Aunque los varones de su temple hayan sido raros y maravillosos, no por eso fueron menos hombres, y ninguno de ellos tuvo tan propicia ocasión como la del tiempo presente. Sus empresas no fueron más justas ni más fáciles que la que os indico, y Dios no les fue más favorable de lo que es a vuestra causa. Nunca sobrevino justicia tan sobresaliente, porque una guerra es legítima por el mero hecho de ser necesaria, y es un acto de humanidad cuando no queda esperanza más que en ella. Ni cabe facilidad mayor siendo grandísimas las disposiciones de los pueblos y con tal que éstas abarquen algunas de las instituciones que por modelo os propuse.

Fuera de estos socorros, sucesos extraordinarios y sin ejemplo parecen dirigidos patentemente por Dios mismo. El mar se abrió, la nube os mostró el camino, la peña abasteció de agua, el maná cayó del cielo. Todo concurre al acrecentamiento de vuestra grandeza, y lo demás debe ser obra propia vuestra. Dios no quiere hacerlo todo, para no privarnos de nuestro libre albedrío ni quitarnos una parte de la obra que en nuestro bien redundará. No es sorprendente que hasta la hora de ahora ninguno de cuantos italianos he citado haya sido capaz de llevar a cumplido término lo que cabe esperar de vuestra esclarecida estirpe. Si en las numerosas revoluciones de nuestro país y en tantas maniobras guerreras pareció siempre que se había extinguido la antigua virtud militar de los italianos, provenía esto de que no eran buenas sus instituciones y de no haber nadie que supiera inventar otras nuevas. Nada honra tanto a un hombre recién elevado al dominio político como las nuevas instituciones por él ideadas, las cuales, si se basan en buenos fundamentos y llevan algo grande en sí mismas, le hacen digno de respeto y de admiración.

Actualmente no carece Italia de cuanto es preciso para introducir en ella formas militares legales y políticas de toda especie. Lo sobra valor, que, aun faltándole a los jefes, permanecía con eminencia en los soldados. En los desafíos y en los combates de un corto número de contendientes, los italianos se muestran superiores en fuerza, destreza e ingenio a sus enemigos. Si no se manifiestan así en los ejércitos, la única causa estriba en la debilidad de sus capitanes, pues los que la conocen no quieren obedecer, y cada cual cree conocerla. Hasta nuestros días no hubo, en efecto, varón alguno de bastante prestancia por su valor y por su fortuna para que los otros se le sometiesen de modo incondicional. De aquí proviene el que durante tan largo transcurso de tiempo y en tan crecida abundancia de guerras hechas durante los veinte últimos años, siempre que se dispuso de un ejército exclusivamente italiano, se desgració sin remisión, como se vio primero en Faro y sucesivamente en Alejandría, Capua, Génova, Vaila, Bolonia y Mestri. Si, pues, vuestra ilustre casa quiere imitar a los perínclitos varones que libertaron sus provincias, ante todas cosas será bien que os proveáis de ejércitos únicamente vuestros, ya que no hay soldados más fieles que los propios, y, si cada uno en particular es bueno, todos juntos serán mejores desde que se vean asistidos, mandados y honrados por su príncipe. Conviene en tal concepto proporcionarse ejércitos de esa índole, a fin de poder defenderse de los extranjeros con una bizarría genuinamente italiana.

Aunque las infanterías suiza y española tienen fama de terribles, adolecen una y otra de un defecto capital, a causa del cual un tercer género de tropas no solamente las resistiría, sino que lograría vencerlas. Los suizos temen a la infantería contraria cuando se encuentran con una que pelea con tanta obstinación como ellos, y los españoles resisten con suma dificultad los asaltos de la caballería. Por ello se ha visto a la infantería suiza abrumada por la española, y a ésta realizar esfuerzos increíbles, casi sobrehumanos, para sostenerse contra los ataques de la caballería francesa. Por más que no poseamos todavía la prueba íntegramente experimental del hecho, algo de eso se vio en la batalla de Ravena, cuando los infantes españoles llegaron a las manos con las tropas alemanas, que observaban el mismo método que las suizas. Los españoles, ágiles de cuerpo y escudados por sus brazaletes, penetraron por entre las picas de los alemanes, sin dejarles medio alguno posible de defensa, y a no haberles embestido la caballería los hubieran acuchillado a todos. Así, una vez reconocido el inconveniente de ambas infanterías, cabe imaginar una nueva que resista bien a la caballería y a la que no amedrenten las fuerzas de la misma arma, lo que se conseguirá no de esta o de aquella nación de combatientes, sino cambiando el modo de guerrear. Se trata de invenciones que, tanto por novedad como por sus beneficios, darán reputación y procurarán gloria a un príncipe nuevo.

Después de tantos años de expectación inquietante, Italia espera que aparezca, al fin, su redentor en el tiempo presente. No puedo expresar con cuánta fe, con cuánto amor, con cuánta piedad, con cuántas lágrimas de alegría será recibido en todas las provincias que han sufrido los desmanes de los extranjeros. ¿Qué puertas estarían cerradas para él? ¿Qué pueblos le negarían la obediencia? ¿Qué italiano no le seguiría? Todos se hallan cansados de la dominación bárbara. Acepte, pues, vuestra ilustre casa este proyecto de restauración nacional con la audacia y con la confianza qne infunden las empresas legítimas, a fin de que la patria se reúna bajo vuestras banderas y de que bajo vuestros auspicios se cumpla la predicción del Petrarca: El valor pelear á con furia, y el combate será corto, porque el denuedo antiguo aún no ha muerto en los corazones de los italianos.

NOTAS:

[1] )- Este es el famoso pasaje que dio lugar a la posterior interpretación resumida en el apotegma de “el fin justifica los medios”. Leyendo con atención se comprende, sin embargo, que es el logro de los fines – es decir: el éxito (y no los fines en si mismos) – lo que permite al príncipe justificar los medios empleados.

[2] )- La alusión es a Fernando el Católico, un monarca destacado por su perfidia y su mala fe.